sábado, 1 de octubre de 2016

RICARDO RUBIO



  
Nos mantenemos agua
en un estanque mensurado y atónito



Acaso consagramos las tardes al estupor.
Alejados del ya,
indagamos lugares sagrados de la memoria:
los pródigos sueños, las tantas quimeras,
las ambiciones que crecían temerosas
con lentitud de otoño.

Tristemente, el niño se obliga
a dejar la ingenuidad y juega a estar cansado.

Las horas se hacen interminables días en la luz.
Inteligibles las cosas se ufanan de existencia.

La decisión es al fin un nervio que obedece,
un latido que se expresa, que se abre.
El tiempo deviene en el verdadero sí de las manos
y descree de oscuros enemigos revelando un calor
que no sucumbe al frío de la tristeza.

Aún así la paciencia hace lentos los meses,
los siglos llevan en andas lo indecible de lo eterno,
la levedad y la caricia se someten a la ansiedad,
el olvido se hace nunca y la esperanza brisa.
El antes alberga una quietud
y el ahora una historia y un silencio.

No tenemos tiempo más que para nombrarnos.
Casi siempre el árbol es más débil que su flor.
Nacemos para ir perdiendo la luz de las estrellas.



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