Nos mantenemos agua
en un estanque mensurado y atónito
Acaso
consagramos las tardes al estupor.
Alejados
del ya,
indagamos
lugares sagrados de la memoria:
los
pródigos sueños, las tantas quimeras,
las
ambiciones que crecían temerosas
con
lentitud de otoño.
Tristemente,
el niño se obliga
a
dejar la ingenuidad y juega a estar cansado.
Las
horas se hacen interminables días en la luz.
Inteligibles
las cosas se ufanan de existencia.
La
decisión es al fin un nervio que obedece,
un
latido que se expresa, que se abre.
El
tiempo deviene en el verdadero sí de las manos
y
descree de oscuros enemigos revelando un calor
que
no sucumbe al frío de la tristeza.
Aún
así la paciencia hace lentos los meses,
los
siglos llevan en andas lo indecible de lo eterno,
la
levedad y la caricia se someten a la ansiedad,
el
olvido se hace nunca y la esperanza brisa.
El
antes alberga una quietud
y el
ahora una historia y un silencio.
No
tenemos tiempo más que para nombrarnos.
Casi
siempre el árbol es más débil que su flor.
Nacemos
para ir perdiendo la luz de las estrellas.
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