miércoles, 5 de julio de 2017

JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ




Conversación con mi madre



Nos encontramos bien, estables
sobre los huesos del cansancio.
Tu padre sale cada día
a jugar ajedrez, y pierde
más vista y habla menos. Yo
ya hice la paz con la insulina.
Sus ochenta veranos tratan
de parecer un poco alegres.
La oigo a nueve mil kilómetros,
muy cerca y distante. Su voz
bruñe los techos esmeralda
de las mezquitas. Han llamado
a la oración. La tarde agrieta
los minaretes de Rabat.
La imagino en los escalones
rojos de la entrada, esperando
a que mi hermano y yo lleguemos
del colegio para abrazarnos.
La veo zurcir las rodillas
rotas de nuestros pantalones,
la miro hermosa al ir de fiesta
llenando el aire de perfume,
sus “vitaminas para el alma”.

Hace calor, dice, Torreón
todo es un horno. Duermo poco
y me levanto con la débil
luz del alba hacia este dolor
con marcapasos. Mis amigas
se han marchitado y quedan pocas.
Son muchos años, sólo vivo
para aguardar no sé qué. Desde
un túnel de arena y de sombras
pregunta luego por mis hijos,
por su salud y sus trabajos;
después lamenta no haber visto
cómo los dos se hicieron jóvenes
y fuertes. Contiene el sollozo
al preguntarme por mi vida,
por mi visita postergada,
si estoy comiendo bien, si duermo
las ocho horas o persisto
en desvelarme con un libro.

Sube la luna y se alza el chergüi
reseco del Sáhara, escucho
su respirar del otro lado;
sobre mi corazón, le digo:
estamos bien los dos, estables.
Pienso en su próxima pregunta
pendiente del hilo. Y me callo.


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