Conversación con mi madre
Nos
encontramos bien, estables
sobre
los huesos del cansancio.
Tu
padre sale cada día
a
jugar ajedrez, y pierde
más
vista y habla menos. Yo
ya
hice la paz con la insulina.
Sus
ochenta veranos tratan
de
parecer un poco alegres.
La
oigo a nueve mil kilómetros,
muy
cerca y distante. Su voz
bruñe
los techos esmeralda
de
las mezquitas. Han llamado
a la
oración. La tarde agrieta
los
minaretes de Rabat.
La
imagino en los escalones
rojos
de la entrada, esperando
a que
mi hermano y yo lleguemos
del
colegio para abrazarnos.
La
veo zurcir las rodillas
rotas
de nuestros pantalones,
la
miro hermosa al ir de fiesta
llenando
el aire de perfume,
sus
“vitaminas para el alma”.
Hace
calor, dice, Torreón
todo
es un horno. Duermo poco
y me
levanto con la débil
luz
del alba hacia este dolor
con
marcapasos. Mis amigas
se
han marchitado y quedan pocas.
Son
muchos años, sólo vivo
para
aguardar no sé qué. Desde
un
túnel de arena y de sombras
pregunta
luego por mis hijos,
por
su salud y sus trabajos;
después
lamenta no haber visto
cómo
los dos se hicieron jóvenes
y
fuertes. Contiene el sollozo
al
preguntarme por mi vida,
por
mi visita postergada,
si
estoy comiendo bien, si duermo
las
ocho horas o persisto
en
desvelarme con un libro.
Sube
la luna y se alza el chergüi
reseco
del Sáhara, escucho
su
respirar del otro lado;
sobre
mi corazón, le digo:
estamos
bien los dos, estables.
Pienso
en su próxima pregunta
pendiente
del hilo. Y me callo.
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