Cuerpo Encarcelado
Cuando
te verdaderamente beso toda, cuando dejo de pensar estos son dientes, lengua
tibia, tu saliva, lentamente me entero de tu historia; y algo que no sabes tuyo
me transmina, desencadena mareas inaudibles, como si mi cuerpo tendido en la
arena fuera bahía que recibe al mar de la resaca. Ese beso llega de sorpresa,
sin que podamos conjurarlo a tiempo, y todo le es propicio: el marco de una
puerta que nos guarda de la lluvia, el intermedio entre los trastos, la
cómplice penumbra de los parques. Pero si el beso ocurre en una cama, las
sábanas combaten, como si ellas quisieran enterarse de su propio cuerpo, de
aquel pliegue antes dormido que la nueva caricia reconoce. Porque esos besos
son como el milagro que nos deja vivir los otros días en que nada parece
rescatable. Y los milagros ocurren, para gracia de todos los mortales, de
cuando en cuando y sólo si son absolutamente necesarios.
*
Cuando
te tiendes desnuda y bocabajo, tu espalda me mira aunque tú duermas: tranquilo
mar con su rebaño de islas que, a pesar de la poesía, bautizamos pecas. Nadie
sabe que allí late un sueño no realizado de Dios: el ritmo de tus pechos, la
última gota de sudor, el cabello vertido en las almohadas, como si, aun
dormida, construyeras un mundo de nombre tan real como tu ropa que levanto en
mi camino al baño. Más allá del deseo de besarte y confirmar en la caricia
—inútilmente— mi pasión, siento el cansancio de Dios tras concebirte, esa
fatiga que sólo es privilegio de quien ha ocupado el día de sur a norte, seguro
de que mañana es una hoja en blanco invadida por palabras que, si antiguas,
cobran nuevo sentido en cada acto.
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