No es posible entrar dos veces en el mismo río
No es
posible derramar dos veces el mismo lloro.
Los
ojos peregrinan, con el tiempo bajo el brazo,
hasta
ser un asilo de dos niñas
ancianas.
Centellean
su eterna distinción con el pretérito,
tomándole
instantáneas a la nada
cada
vez que al pestañear nos dejan ver
añicos
de la muerte.
Eternamente
nuevas, las lágrimas
redondean
segundos
para
hacer una clepsidra de aflicciones.
Hasta
es factible a veces
oír el
delicado tic tac del parpadeo.
Imposible
vivir dos veces en la misma carne.
Y esto
lo sabe bien el que, aunque no es un anciano,
sí es
un hombre de cierta edad,
entrado
ya en nostalgias.
Y
también el que carga la inscripción en cada palma
de tan
prolongada línea de la vida
que
desborda la mano y se le enmaraña
en
todas las arrugas.
Las
manos habitadas empiezan a inquietarse
y su
tranquilidad se les llena de hormigas.
El
viejo sólo empuña firmemente,
como un
pez apresado,
un
temblor incesante
que
resulta incapaz de sacudirse
la
pátina numérica del tiempo.
No es
posible besar dos veces la misma boca:
hasta
Penélope,
que tejía
su fidelidad todas las noches,
que, al
sustraer su cuerpo en mil maneras
al
tacto pretendiente,
recorría
asimismo su odisea,
y
obtenía en su lecho,
abrazada
a la ausencia de su esposo,
el
orgasmo espiritual de cumplir con la palabra
empeñada,
le
entregó a Ulises,
cuando
éste pudo tornar al fin
a la
Itaca más íntima de la boca conyugal,
diferentes
labios, sonrisas extranjeras,
senos
acuñados en distintos moldes,
piernas
que envejecieron no sólo en las rodillas.
No
podemos cantar dos veces la misma copla.
Ni el
disco se nos raya en algún punto,
como
una idea fija de sonidos,
para
trazar en él
el
signo circular
de lo
perpetuo.
No es
posible cantar la misma copla.
No es
posible acariciar dos veces los mismos pechos.
Ni
acurrucarnos en sus círculos
pensando
que nuestra eternidad
tiene
pezones.
Si se
exigiera hacer su biografía,
desde
el punto en que les ponen las manos del deseo
sus
corpiños de tacto,
cuando
hay alguien que sufre
dos
senos de temperatura,
al día
en que la leche se les curva
y ponen
en la encía de su niño
la
dentición licuada de lo blanco,
tendría
que decirse:
cuando
niña,
a la
mujer se le diluyen
en la
indistinción de sexos de su tórax;
adolescente,
salen
en busca del tacto
y
abandonan
la unidad
de su pecho de pequeña
a favor
del dualismo que adivina
que las
caricias se hacen a dos manos.
Cuando
anciana, advendrá
un
deshielo de senos
como
alforjas despojadas ya de todos los años por
venir.
Y eso
nos hace ver
que no
es posible acariciar dos veces idéntico placer
si
sabemos
que el
tiempo está palpando la epidermis,
esculpiendo
su vejez a fuerza de caricias.
No
podemos jugar dos veces al mismo juego.
Yo no
pude lograrlo
al
jugar, cuando niño, al escondite,
juego
en que me escondía hasta perderme.
Ni pude
conseguirlo
con
aquella peonza que giraba en la palma de mi mano
como
una paloma en torbellino
que
picoteaba ahí su equilibrio.
Ni lo
alcancé tampoco
cuando,
en el ajedrez, que se rodea
de una
atmósfera que huele a pensamiento,
advierto
que de pronto
soy un
alfil más inteligente que tú,
tiendo
republicanas trampas a tu reina
en el
tablero de batalla,
y salgo
triunfante en una lucha
en que
la meditación
fue mi
pólvora.
El
hombre que frente al reloj
recuerda
su trayecto,
se
lanza la memoria a las espaldas,
se
desanda a sí mismo hasta que advierte
la raíz
de esa
flor de tic tac que es el presente,
sabe
que no podemos entrar dos veces en el mismo
río.
Nuevas
aguas ahogan las pasadas,
del
pretérito oleaje ya no queda
sino un
débil recuerdo, en vías de esfumarse,
prendido
como náufrago a la astilla
que
perdura del barco sumergido.
Dos
veces no podemos.
No
existe una sola ancla, con su puñado de tierra firme,
frente
al fluir del tiempo
las
cuentas de no acabar de su rosario.
Y en el
caso de haberla
no
sería dos veces la misma ancla,
pues el
reloj desborda
sólo
momentos irrepetibles
que
dejan la grabación efímera en el viento
de sus
huellas digitales.
No es
posible entrar dos veces en el río
porque,
con sólo mojarse,
mi
cuerpo es unos segundos
más
viejo que antes era,
y
siento que, fugaz,
la
espuma a mi cabello lo deja encanecido.
Dos
veces no es posible entrar al agua
aunque
el reloj, mojado, se nos pare
fingiendo
una escultura de lo eterno.
Ni es
posible tampoco
porque
cuando después
el baño
se abandona,
la
arrugada vejez que hay en las yemas
muestra
que hemos sumergido las manos en el
tiempo.
No es
posible leer dos veces al mismo Heráclito.
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