sábado, 31 de marzo de 2018

ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO





No es posible entrar dos veces en el mismo río



No es posible derramar dos veces el mismo lloro.  
Los ojos peregrinan, con el tiempo bajo el brazo,  
hasta ser un asilo de dos niñas
ancianas.
Centellean su eterna distinción con el pretérito,  
tomándole instantáneas a la nada
cada vez que al pestañear nos dejan ver
añicos de la muerte.
Eternamente nuevas, las lágrimas
redondean segundos
para hacer una clepsidra de aflicciones.
Hasta es factible a veces
oír el delicado tic tac del parpadeo.
Imposible vivir dos veces en la misma carne.
Y esto lo sabe bien el que, aunque no es un anciano,  
sí es un hombre de cierta edad,
entrado ya en nostalgias.
Y también el que carga la inscripción en cada palma  
de tan prolongada línea de la vida
que desborda la mano y se le enmaraña
en todas las arrugas.
Las manos habitadas empiezan a inquietarse  
y su tranquilidad se les llena de hormigas.  
El viejo sólo empuña firmemente,
como un pez apresado,
un temblor incesante
que resulta incapaz de sacudirse
la pátina numérica del tiempo.
No es posible besar dos veces la misma boca:  
hasta Penélope,
que tejía su fidelidad todas las noches,  
que, al sustraer su cuerpo en mil maneras  
al tacto pretendiente,
recorría asimismo su odisea,
y obtenía en su lecho,
abrazada a la ausencia de su esposo,
el orgasmo espiritual de cumplir con la palabra  
empeñada,
le entregó a Ulises,
cuando éste pudo tornar al fin
a la Itaca más íntima de la boca conyugal,  
diferentes labios, sonrisas extranjeras,  
senos acuñados en distintos moldes,
piernas que envejecieron no sólo en las rodillas.
No podemos cantar dos veces la misma copla.  
Ni el disco se nos raya en algún punto,
como una idea fija de sonidos,
para trazar en él
el signo circular
de lo perpetuo.
No es posible cantar la misma copla.
No es posible acariciar dos veces los mismos pechos.  
Ni acurrucarnos en sus círculos
pensando que nuestra eternidad
tiene pezones.
Si se exigiera hacer su biografía,
desde el punto en que les ponen las manos del deseo  
sus corpiños de tacto,
cuando hay alguien que sufre
dos senos de temperatura,
al día en que la leche se les curva
y ponen en la encía de su niño
la dentición licuada de lo blanco,
tendría que decirse:
cuando niña,
a la mujer se le diluyen
en la indistinción de sexos de su tórax;
adolescente,
salen en busca del tacto
y abandonan
la unidad de su pecho de pequeña
a favor del dualismo que adivina
que las caricias se hacen a dos manos.
Cuando anciana, advendrá
un deshielo de senos
como alforjas despojadas ya de todos los años por  
venir.
Y eso nos hace ver
que no es posible acariciar dos veces idéntico placer  
si sabemos  
que el tiempo está palpando la epidermis,  
esculpiendo su vejez a fuerza de caricias.
No podemos jugar dos veces al mismo juego.
Yo no pude lograrlo
al jugar, cuando niño, al escondite,
juego en que me escondía hasta perderme.  
Ni pude conseguirlo
con aquella peonza que giraba en la palma de mi mano  
como una paloma en torbellino
que picoteaba ahí su equilibrio.  
Ni lo alcancé tampoco
cuando, en el ajedrez, que se rodea
de una atmósfera que huele a pensamiento,  
advierto que de pronto
soy un alfil más inteligente que tú,  
tiendo republicanas trampas a tu reina  
en el tablero de batalla,
y salgo triunfante en una lucha  
en que la meditación
fue mi pólvora.
El hombre que frente al reloj
recuerda su trayecto,
se lanza la memoria a las espaldas,
se desanda a sí mismo hasta que advierte
la raíz
de esa flor de tic tac que es el presente,
sabe que no podemos entrar dos veces en el mismo  
río.
Nuevas aguas ahogan las pasadas,
del pretérito oleaje ya no queda
sino un débil recuerdo, en vías de esfumarse,  
prendido como náufrago a la astilla
que perdura del barco sumergido.
Dos veces no podemos.
No existe una sola ancla, con su puñado de tierra firme,  
frente al fluir del tiempo
las cuentas de no acabar de su rosario.
Y en el caso de haberla
no sería dos veces la misma ancla,
pues el reloj desborda
sólo momentos irrepetibles
que dejan la grabación efímera en el viento
de sus huellas digitales.
No es posible entrar dos veces en el río
porque, con sólo mojarse,
mi cuerpo es unos segundos
más viejo que antes era,
y siento que, fugaz,
la espuma a mi cabello lo deja encanecido.
Dos veces no es posible entrar al agua
aunque el reloj, mojado, se nos pare
fingiendo una escultura de lo eterno.
Ni es posible tampoco
porque cuando después
el baño se abandona,
la arrugada vejez que hay en las yemas
muestra que hemos sumergido las manos en el  
tiempo.
No es posible leer dos veces al mismo Heráclito.


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