Primer día de vacaciones
Nadaba
yo en el mar y era muy tarde,
justo
en ese momento
en que
las luces flotan como brasas
de una
hoguera rendida
y en el
agua se queman las preguntas,
los
silencios extraños.
Había
decidido nadar hasta la boya
roja,
la que se esconde como el sol
al otro
lado de las barcas.
Muy
lejos de la orilla,
solitario
y perdido en el crepúsculo,
me
adentraba en el mar
sintiendo
la inquietud que me conmueve
al
adentrarme en un poema
o en
una noche larga de amor desconocido.
Y de
pronto la vi sobre las aguas.
Una
mujer mayor,
de
cansada belleza
y el
pelo blanco recogido,
se me
acercó nadando
con brazadas
serenas.
Parecía
venir del horizonte.
Al
cruzarse conmigo,
se
detuvo un momento y me miró a los ojos:
no he
venido a buscarte,
no eres
tú todavía.
Me
despertó el tumulto del mercado
y el
ruido de una moto
que
cruzaba la calle con desesperación.
Era
media mañana,
el
cielo estaba limpio y parecía
una
bandera viva
en el
mástil de agosto.
Bajé a
desayunar a la terraza
del
paseo marítimo
y
contemplé el bullicio de la gente,
el mar
como una balsa,
los
cuerpos bajo el sol.
En el
periódico
el
nombre del ahogado no era el mío.
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