El fantasma
Cuando murió Marcello Mastroianni, mi mujer
se puso a llorar con un entusiasmo envidiable, como si nuestra galaxia, que
nunca ha sido nuestra, se hubiese desprendido apocalípticamente de sí misma,
evaporándose entre las nebulosas de otra galaxia.
–No te preocupes –le dije con una
sonrisa de monje medieval–. Aquí estoy yo, no sufras tanto, no me atormentes y
ya no llores así, a lo bestia. Ven y abrázame, amor mío, micifuz, Muñeca de los
Espíritus, fucsia mía, ragazza, Minina del Perpetuo Socorro. Ven semidesnuda y
tócame una vez más: recuerda que aún soy tu fantasma de carne y hueso. ¿Por qué
no me abrazas y me besas con absoluta devoción, como en la primera noche del
primer día? Tratándose de fantasmas, todos somos iguales. ¿Qué virtudes tiene
aquel Mastroianni que no tenga yo?
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