Que la naturaleza es un fuego heraclíteo
y del consuelo de la resurrección
Hongo
de nube, borlas rotas, edredones al vuelo destacan,
luego dan caza por una
Avenida
de aire: algaravilleros del cielo, en bandas alegres
pululan; brillan en marcha.
Por
áspero, por fulgente encalado, en cada sitio donde un
olmo arquea,
Luzlascas
y sombravío en largos látigos bordan, lancean
y copulan.
En
delicia el vívido viento ruidoso laza, lucha, golpea la tierra
y la desnuda
De
los pliegues de otrora tempestad; en charco y surco
el fango seca
Disipando
rezumo en aplastada pasta, costra, polvo;
restaña, restaura
Escuadras
de máscaras y señas humanas encenagadas
laboran,
Presos
los pies ahí. Atizada por doquier, la hoguera
de natura arde aún.
Pero
extingue su más dulce, más amada, su más clara chispa
de ser
Hombre,
¡cuán pronto se va su mella de llama, su marca
en la mente!
Ambas
en impenetrable, todo en enorme oscuridad
Ahogado.
¡Oh piedad e indignación! Forma humana, que
brillaba
Pura
y lejos, disyuntiva, una estrella, la muerte la borra en
negrura; ninguna huella
De las suyas es tan cierta
Que
no la nuble lo vasto y el tiempo la allane. ¡Basta ya!
¡la Resurrección,
Clarín
de sangre! Acabe el estertor del dolor, día sin gozo,
desaliento.
Brillante cruza mi puente de náufrago
Un
haz, un rayo eterno. Desváyase la carne y la basura
mortal
Caiga
al gusano residuario; incendio del mundo reduzca
a ceniza:
En destello, en querella de
trompeta,
Soy
de súbito lo que Cristo es, pues él fue lo que soy, y
Este
triste, chiste, trozo de teja, remiendo, cerillo quemado,
diamante inmortal,
Es diamante inmortal.
Dublín, 26 de julio de 1888
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