Ritos
funerarios
Incluso
en una rara mañana de lluvia
como esta mañana, con el cielo tan bajo
como pendiente de sus riquezas
y salvo por algunas lágrimas falsas, la tierra dura
no acepta nada. Seis años atrás
enterré las cenizas de mi madre
al lado de una joven lila que es ahora
más alta que yo, y atrapa entre el tallo
de una rosa en medio de las raíces
donde, como todo lo demás que no
es humano, florece. Los pequeños botones
nunca se abren; lo que sea que sepan
lo guardan para sí mismos hasta
que una mañana lluviosa o un viento nocturno
vuelve los pétalos nuevamente a la nada.
Incluso el gato del vecino que caga
diariamente en los senderos y se esconde
en la profundidad de la selva ramada
se niega a ronronear. Está bien terminar
al lado de la mujer que me hastía,
cavar en la tierra lo que sea que queda
y dejar solo un nombre para alguien
que lo quiera a uno. Piensa en ello,
mi nombre, que ha dejado de ser
una parte de mí, ya no más inflado
o golpeado, ya no más guisándose
en un complejo compuesto de memoria
o la simple unidad del hueso, mierda
de gato, las raíces del eucalipto
que planté en el ‘73,
un yo pequeño llevando nada, dando
nada, vacío, y libre al fin.
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