[Ahora
vivo en Greenwich, 14]
El
acto ajeno es carnada sangrante.
La mujer traga saliva atrapada
en el arrebato de lo que sucede
—algo relevante e íntimo—
tras la cerradura, en el otro cuarto
habitado del hotel:
la inminencia del mediodía.
Un
momento de espera inalterable
adopta el contraluz crepuscular de los sueños.
La absorta inmovilidad
denuncia la obsesión cruel
por el acoplamiento
noble coito de una mantis de atávico
instinto destructor.
Conversan
dos menhires en la isla
sobre la dócil tierra de labranza
donde descansa el féretro infantil
enraizado, invisible y espectral.
Suenan las campanas del Ángelus
a golpe de riñón.
Asida la carreta con dos manos
la cabeza desnuda
un lazo de vida invisible y seminal
como una repetición insensata
de piernas de mujer
y del delirio.
De: “Conservar
al vacío”
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