Zazen
a José Ñamendy, ailurófilo
El
día se asoma por la ventana,
ruidos
de voces irrumpen
y el
trajín de la gente cada vez es más claro.
En
esta tranquilidad de mi cuarto,
tirado en la cama,
doy
la espalda al mundo
como
un monje zen
que
busca la vacuidad
frente
a una pared de ladrillos.
Dejo
que todo se desvanezca
en
una aparente indiferencia:
“Que
nada perturbe mi pereza”, digo,
“Que
nada perturbe mi pereza”, repito,
para
mí este mantra.
De
pronto, en mis pies,
cuello
y muslos,
aruños
insistentes
reclaman
mi atención:
son
mis gatos, mi manada,
giro
hacia ellos y los comprendo:
abandono,
entonces, esta calma contemplativa,
este
dolce far niente que me arrastraba
nuevamente al sueño.
Voy
a la cocina
sirvo
la comida
y me
quedo ahí
observando
sentado
el
banquete silencioso de mis gatos.
Así,
recupero
la paz
inmerso
en la corriente
cotidiana
de la vida.
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