Pequeñas
cosas
Lo
conocí en la escuela. Nos prestamos la infancia,
el
banco, los recreos, el sol del mediodía,
los
vuelos del regreso a su casa, a la mía
y
compartimos tardes de olímpica vagancia.
Jugar
durante horas, aun cuando llovía,
mirarnos
con un gesto de estudiada arrogancia,
lanzarnos
mil abrojos con cruel beligerancia
y
pedazos de tierra hasta que anochecía.
Tirarnos
en el suelo y sentir la fragancia
de
la menta aplastada... Y ahora, a la distancia,
me
pregunto por qué no guardé de algún día
un
puñado de abrojos de los tantos que había,
o
un trébol, o un cascote con marcas de alegría.
Era
mi amigo. El resto, no tenía importancia.
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