Canción
de la trinchera
Señor
Amor, dueño del cielo y de la tierra
tú
que puedes batirnos a tu antojo
sobre
el eje inicial de nuestro impulso.
Tú
que te enseñoreas sobre todo lo vivo
entretejiendo
un atlas de destinos cruzados.
Tú
que puedes auparte a tu albedrío
y
clavar tu aguijón sobre cualquier entraña.
¿Por
qué vuelves a mí? ¿Qué vil capricho?
¿Por
qué me arrojas de nuevo tu jauría?
He
aquí, amo mío, lo poco que me queda:
mi
sosiego de vidrio
la
enmienda frágil de una paz absorta
mi
mosaico de heridas mal curadas
demasiado
recientes para ser cicatrices.
Imploro
tu piedad desde mi grieta,
donde
se han detenido la memoria y el ánimo.
Piénsalo
bien: te costaría muy poco
concederme
una bula de misericordia.
Deja
a los que me quieren, esta pasión debiera
maldecirme
tan sólo a mí, es lo justo.
Ya
he visto antes cómo mi avidez arde
en
tu hipnótica pira de dios omnipotente.
Descuida,
soy sumisa
tu
adiestramiento previo ha prosperado:
quien
lo ha perdido todo varias veces
reconoce
el honor de una derrota.
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