lunes, 26 de agosto de 2013

ENRIQUETA OCHOA




Asaltos a la memoria



Amanece,
en las macetas de la ventana arden los geranios.
Un vaho lechoso entra en el viento.
Corre el día hacia las dunas de la oscuridad.
Después de avanzada la noche
                                                   me desprendo
abajo quedan mi piel, mis huesos.
Me echo de picada a las profundidades,
atravieso el infierno,
toco la incandescencia de la luz
     todos los pájaros se desatan.
De lejos llega el olor de dátiles
que espesan en los cazos de cobre,
el de polvorones recién horneados.
Es el aroma penetrante de mi infancia
                                              el que nace, el que nace.
Al amanecer Alberto arrea las mulas con el bastimento
                                       rumbo a las labores.
Una niña atisba por entre los leños de la cerca,
mientras en su corazón
se amotina un mar de diez años que quiere ser mujer.
Que se echa sobre la tierra y se identifica con ella.
Este polvo que escurre entre sus dedos
es su madre
             es su cuerpo
es el olor de vida que exhalará
cuando llegue el mediodía.
Hoy, paloma desmañanada, vuelve a su cama,
se acurruca bajo las cobijas tibias,
se le desarrugan los sueños,
se alisa el viento
y duerme.

A la bisabuela le peinaban las trenzas con los dedos.
Vivió 110 años.
Plena en su lucidez.
Su cuerpo se achicó.
Nunca desmereció la mata de su pelo inmaculado
que crecía en abundancia
                          colgando en largas trenzas.
            Una mañana rechazó la bandeja de panecillos
y el chocolate espumoso.
Pequeñita, se ovilló en el silencio
“La virgen me envolvió en un vapor azul,
me trajo el desayuno”,
dijo antes de bajar a esconderse
en los íntimos pliegues de la tierra.
Las lilas perfuman el primer viento de abril.
El árbol de la noche florece
y la tía Vense trenza mis cabellos.
Me hundo en el sueño.
Tía Vense, te amo.
                         estalactica de cristal.
Tu pelo se precipitaba en relámpagos miel y caoba
                                                               sobre mi cara
cuando el beso de buenas noches.
El ruido de voces en el cuarto contiguo me despierta.
La muerte desangra el vientre de mi madre,
las sábanas esponjadas de blancura se incendian.
Apenas clarea, ponen sobre mis manos un cesto,
al vaciarlo un feto se despeña,
La vida se encoge dentro de mí,
Tengo nueve años,
es el primer contacto con la muerte.

Y los veranos,
y el sol estancado a mitad del desierto.
La luz cantaba y se filtraba por todos los resquicios.
Algunas veces una noche de lluvia
y amanecía la tierra con olor a mastuerzo y humedad.
El mundo de mi madre era la correspondencia justa
entre los reinos de la tierra.
El abuelo leía en el firmamento los fenómenos
atmosféricos,
ubicaba las constelaciones
y era juez de un pueblo
donde no se mezclaba la sangre con extraños.
Los Guzmán de Lampazos
Los Benavides de Cerralvo
Los Ramos de Ciénega de Flores
Los Montemayor de Higueras
y se cerraba el círculo.
Los ojos grises de la abuela
hacían sentir su presencia matriarcal:
revisaba la llegada de los rebaños,
el ganado, la ordeña,
preparaba en el horno de adobe
los pasteles de maíz, las hojarascas,
esa multitud de olores y sabores con que se llena el
recuerdo.


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