Yago Bazal
se deja ver dos horas
La luna
nueva late dentro del corazón
de un
hombre declarado clandestino.
Es una noche oscura como un crimen.
Yago
Bazal avanza monte abajo
entre
sombras azules que susurran su historia.
Porque
los ideales se volvieron ceniza
hace
tiempo que Yago no hace fuego.
Así,
va
dejando jirones de sus mejores sueños
en las plateadas jaras a su paso.
Lo
recuerda muy bien.
Un
búho reconoce el rostro tenso
a
veces decidido a rebelarse
contra
quienes lo excluyen de los seres humanos
aunque
otras veces también muestra, de pronto,
el
cansancio plomizo y demacrado
de
una lucha sin plazo.
Hay pocos camaradas
y mucha escarcha rota.
No es
la palabra frío la que agrieta la cara
ni
amorata los dedos en las botas deshechas.
Es el frío de verdad.
Es el
frío espeso
de
esta primera Navidad después de la derrota
pegándosele
al cuerpo igual que una serpiente.
En la
guerra Yago había odiado las palabras.
Podía notar el pulso
tibio como la tierra
en las letras de sangre.
Sin
embargo, ahora sabe
que
no son las palabras quienes matan.
Cada letra es un pez en el océano,
un árbol florecido,
pero
hay labios que usan las palabras
como
se usa una ametralladora.
Fuera
se han encendido
las
farolas ausentes de la calle.
Mientras,
suspira muy despacio.
El frío le acompaña como entonces.
Si
cierra bien los ojos fatigados
Yago
se puede ver
trepando el muro de su propia huerta
acallando a sus perros
penetrando furtivo en su mísera casa
de
trigo húmedo y ajo.
Aún
puede oír el sollozo desvalido
de la
mujer que ama
al
verlo tan delgado y polvoriento.
Todas
las noches Yago vuelve a huir monte arriba
con
pocas provisiones y un beso triste quemándole los labios
con
los ojos perdidos de los hombres
cuyo futuro ha sido demolido.
Todos
nosotros somos ahora y para siempre
las
pisadas de Yago contra la piedra helada,
yo
soy el pan callado de aquella Nochebuena,
tú
eres la luna oscura que le ayuda a esconderse.
Y hoy
es mil novecientos treinta y nueve.
No hay comentarios:
Publicar un comentario