Perry 341
Sólo
sé que una vez fui Poncho Negro.
Y
otra Sandokán,
enamorado
para siempre de Mariana.
Así
era yo. Valiente, inesperado.
No
había lugar sobre la tierra.
Fui
Búfalo Bill, corsario de galeotes, escampavía.
(Estoy
viendo la bondad ensimismada
en el
volar voluntario de la tarde.
Recogiendo
las hojas de los árboles,
llamándome).
Ahora
estaba el mar con sus piratas.
Ahora
era el sheriff desenfundando el Colt.
En
ese tiempo inmóvil no existía el registro civil
ni
las hembras dementes
o la
sombría sangre de los desaparecidos.
A la
hora de la siesta
las
palabras latían desde lejos.
Eran
campesinos de la guerra de España,
descamisados
fecundando su odio,
el
fascismo metido en cada sindicato.
Pero
a mí me invadían el ocio y la ternura.
Era
secuaz del viento en el tranvía,
la
imagen deslizante de los cabellos sueltos,
la
ciudad protegida por cocheros.
El
domingo en forma de Visera;
el
fervor era el puño de mi primo
en la
tribuna. Y el gol de Ernesto Grillo.
Sentir
por la radio que el zurdo Prada
lo
tiraba a Gatica. Soñar con esa niña
de
ojos claros que vivía en el barrio.
Y
conquistar la murga de Portela,
peregrina
y errante,
que
insolente insultaba a esa vejez tan gris.
La
vida era esa bolita azul, una puntera.
La
casa de mi tía, la pelea en la plaza,
un
zaguán carbonero y carbonario.
Manolete
muriendo con su traje de luces.
John
Wayne inventando otra historia de cowboy
en el
Select Lavalle
desde
una diligencia inmemorial.
Mi
padre auguraba un futuro sombrío.
Y mi
madre bordaba sus congojas
por
un hijo perdido en imaginerías.
Mis
hermanas invocaban a un dios mitológico
para
que yo dejara de creerme Tarzán.
Me
olvidaba la pluma cucharita.
No
entendía el triángulo isósceles.
Ni
las monocotiledóneas
ni a
French o a Lavalle.
No
memorizaba el caballo blanco del manual.
Sólo
los senos prodigiosos de la señorita Gloria.
Bellas
eran la imágenes de los libros de Verne.
Los
primeros secretos,
la
eternidad gozosa ante tanta estupidez.
Era
puro el contacto de la lluvia,
los
potajes, la fiebre, el azufre.
Las
manzanas perfumaban las sábanas del cuarto,
navegábamos
en los paisajes de la luna
salvándonos
de toda iniquidad, de todo templo.
Eran
las moradas rebeldes,
los
sagrados rincones
que
la mirada perdida recorría
en
los dudosos límites de cada profecía.
Así
era la luz,
el
reino de mis dioses tutelares.
Ahora
me observo en esta fotografía.
Admiro
mi alborada, mi ajedrez, mi sonrisa.
Esa
linterna mágica que convoca los nombres.
Te
restituyo las horas del milagro, capitán.
La
billarda, la honda, mi caballo ensillado.
Los
hijos de la noche deambulaban por la casa.
Se
hospedan en palacios,
se
cuentan una historia de férvidos vestigios.
Y mis
ojos se nublan.
La
ausencia nos redime en un recuerdo abierto.
Ahora,
que tengo cuarenta y seis años
y me
arrojo al mar para salvar a un hombre que se ahoga.
De: La mirada roja
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