miércoles, 5 de abril de 2017

CÉSAR DÁVILA ANDRADE




Tierra pura



Todo lo que pudo ser premio, duración
del premio como consistencia, y castigo
como recuerdo,                                
ya pasó —¡hijo mío!—. Ahora tú recibes
el espejo de señales de otras manos. Son médicos
que curan por potencias extrañas,
azogadas de terror para repetirte como nada,
pues quedas afuera.

Temblor es el recuerdo mientras agonizas
de cielo en cielo,
cayendo en el ascenso, porque tu dios
te alza para oírte sonar en cáscara y mortaja
y formas en deshielo.

La forma que fue tu patrimonio terrestre
sucedió sola en continuo aprendizaje
de tambores
sobre el sur del mundo,
allá donde tropeles se extenúan
en conquistas polvorosas.

Pareciera que duermes al despertar de ti
ante los olfatos de las bestias mayores
inclinadas sobre tu sepulcro,
que quieren izarte hacia su banquete,
pero sólo sonríen, untándose el hocico
en el gran candelabro de arcilla.

Y caes nuevamente en la tierra pura, desnudo.
Grano pelado,
premio de varas que llovieron
sobre tus huesos, para escogerlos
sobre el palmo creciente del estío.

Te detiene la tierra contra el fuego.
Esta es
tu repetición de cuerpo y cuerpo para las siembras
—como una ondulada música de óvalos—.

Penetra y recomienza,
como la planta de maíz que se enarbola
a sí misma
sobre la limpidez de un solo grano,
aquel que fue pensado para tallo
por la mente enterrada en cada foso.



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