viernes, 12 de mayo de 2017

DENISSE BUENDÍA




La Física de la orfandad



I

Una siempre regresa a la oscuridad donde fue niña,
a la diminuta cama donde se reducían en sí mismas la tarde y sus promesas:
un trozo de carne con ojos-anzuelo,
cautiva, coloreando a plumón el nombre de las muñecas.
La vida pasó como un telegrama:
tu padre ha muerto (punto)
no habrá paz que lo contenga (punto)

Desde el olvido la casa parece más pequeña;
solía quedarme quieta en la azotea
esperando ver caer heridas a las golondrinas
con los pequeños dardos del vecino del cuarto piso.
Una tarde de agosto decidí perseguirlas
caí en el árbol de mandarinas con la clavícula de fuera y mis ojos en el vuelo.

La suicida fue mi madre desatándose las venas en la tina,
el asesino fue mi padre con su crueldad como ejercicio.
(no aprendí a amar sin desmembrarme hasta que murió)

A la memoria, al agujero de tierra oscura donde fui niña
suelen tragársela las hormigas panteoneras.
Siempre regreso a preguntarle:
¿hace cuánto que estoy viva?
¿estoy viva?
Seguro te dolió toda la vida no morirte a tiempo
deberías estar tranquilo;
un muerto siempre ha sido lo que ha querido:
un fantasma, una pesadilla, un epitafio,
una fila interminable de nostalgias,
el canto de un grillo que no nos deja dormir.

¿Hace cuánto que estoy viva?

A la oscuridad donde fui niña, siempre vuelvo.
A la nada en que escribiste la promesa de cuidarme.



II

La medida de mi tiempo son las flores en el excusado;
las amarillentas esquinas de las cartas que no envío,
el pánico que me produzco a solas.
Ese tic-tac polvoriento que trae consigo la tumba de mi padre,
las pesadillas sin consuelo.
Son los lunares que me crecen mudos en el brazo izquierdo,
la manía de prenderme fuego y no explotarme.
La noche siembra la raíz envejecida en mi garganta,
soy el retrato de las horas que se desprenden de sí mismas,
mientras la música es el silencio en mi ventana;
y a lo lejos una niña guarda la encarnación del padre entre las piernas.



No sabes qué has muerto;
vienes cada octubre a repetir el silencio con tu grave mirada.
Es una pena que el polvo no tenga brazos, padre
que intentes regalarme estrellas de besos desdentados.
Acércate, mira mi vientre de niña;
aún se sienten tibios los restos de tu furia.
No he dado a luz porque crecí en lo oscuro;
porque aprendí a confundir el amor,
con el rasguño de los demonios nocturnos,
que esperan quietos el sueño de sus hijas para amanecer de nuevo.
Por cada cicatriz hay un columpio bailando solo;
un gato recién nacido en una bolsa de plástico,
un cementerio infante, la física de la orfandad.



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