viernes, 28 de julio de 2017

ELEONORA FINKELSTEIN




El ángel



Se vestía de blanco (tenía
cierta fijación –más bien rústica–
por la metáfora).
“Todo ángel es terrible”, decía
y cerraba el negocio.

Las mujeres entornaban los ojos
para entender mejor.
Pobres, feas, de las que se cambian el nombre
por Rosemary o Jacqueline y coleccionan muñecas.

Yo era una tipa fuerte y andaba con él,
habría sido una puta perfecta
pero iba a la universidad.
Tampoco me pidan que sea un ángel.

El cuento es que volaba,
volaba porque ese verso
–“Todo ángel es terrible”–
era su retrato fiel.

El mensajero del Oriente,
de la aspirina y el bicarbonato,
pensaba yo, y volaba también
mientras en la vereda
todo sucedía con naturalidad:
“este soy yo y esto es lo que hago”.
Canturreaba: “te ofrezco lo mejor de mí…”

¿Estaba suficientemente alerta?
¿Miraba cuando el ángel volteaba
los espejos para la degustación?
¿Entendía tanta mirada oblicua
si la cosa se ponía caliente de verdad?
Asuntos de un oficio terrible, me decía,
de la ira de Dios.
¿A qué temer? Después de todo,
no hay nada que te mate dos veces.

Debería contar esto alguna vez.
Pero contarlo mejor, contarlo bien.
Porque sé que es algo que nadie
buscaría recordar jamás.
Porque sé que todo ángel es terrible.
Y yo no soy un ángel.



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