Penélope
Digámoslo:
Penélope no se queda en la casa.
No
permanece aquí para cuidar la hortaliza.
Para
lavar la cara sucia de los pepinos,
peinar
a los elotes, plancharle a las lechugas
los
puños y los cuellos. No se queda en la casa,
al
frente de la escoba que al moverse reparte
un
infarto en cada uno de los granos de polvo.
No teje
la calceta de su matar el tiempo.
No le
zurce a la ropa sus corrientes de frío.
No se
halla en la cocina todo el día incrustada
mirando
cómo hierve poco a poco su tedio,
probando
a qué le sabe su propia servidumbre
cuando
el dedo le pasa su información al gusto,
ordeñándole
rayos de sol a las naranjas,
tomando
de la mano diferentes sabores
que
van, endomingados, a ornamentar la mesa.
No
aletea, pelando cebollas y recuerdos,
el
pañuelo custodio. No lava los pañales.
No
cuelga en un alambre la exposición completa
de todo
su fastidio, frustración, amargura
encarnada
en manteles, calcetines, calzones
«y
camisas que lloran lentas lágrimas sucias».
No teje
una promesa que desteje en la noche
como el
flujo y reflujo de un océano de estambre 41
en que
está a la deriva su destino acosado
por la
piel pretendiente. No se entierra en la casa.
También
sale de viaje. También forja su propia
odisea
Penélope. No se queda en la casa.
Se va
haciendo camino. Pisa distintas piedras.
Halla
flores e insectos que aún no tienen nombre,
que
escapan a las fauces de todo diccionario.
Acumula
países, aventuras, crepúsculos.
Con su
experiencia al hombro va adelante Penélope.
Es
cierto que en el viaje, me vive en su conciencia
como yo
me la adentro también en el espíritu:
en
verdad mi equipaje tiene excedido el peso
por
cargar sus caricias, sus ojos, su memoria.
Pero
nos separamos. Con un mapa distinto
cada
quien en los dedos. En barcos diferentes
que ni
una sola gota del mismo mar comparten.
Digámoslo:
Penélope no se queda en la casa.
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