Los hijos
Por
favor, no hagan ruido
en la
tranquilidad de este poema
escrito
con la mano
del que
cierra la puerta al apagar la luz.
Mis
tres hijos acaban de dormirse.
Necesito
el silencio para pensar en ellos.
Colores
indelebles en un lápiz
de
trazado infantil,
vuelven
a dibujar
– pero
esta vez en serio –
un
árbol, una casa, la memoria
de una
luz encendida
con
sabor a diciembre,
los
cristales del miedo
y la
ilusión del porvenir
bajo el
sol de los días laborables.
Un hijo
es el segundo país donde nacemos.
Con su
falta de edad nos hace cumplir años
y nos
devuelve
al
mundo del reloj,
a las
llamadas telefónicas
que son
una raíz
en la
orilla del tiempo.
Un hijo
nos enseña a preguntar
con voz
de agua
la
verdad decisiva de la tierra.
Ser
como juncos, y en amor flexibles,
no
asegura respuestas
ni
confirma el reposo.
Elisa,
Irene, Mauro,
cada
cual con su puerto y con su lluvia,
luces
cambiantes en el mismo río.
Nadie
comente, por favor,
que
acabo de escribirles un poema.
Los
hijos crecen con espinas.
Nunca
sé imaginar
lo que
pueden decir de lo que digo,
lo que
pueden pensar de lo que pienso,
lo que
pueden hacer con lo que hago.
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