Desnuda la adolescencia (en Cuba)
Si algo añoro de la adolescencia es la desnudez.
La desnudez de adolescentes que sin razón danzaban en mi cuarto,
la mía de los domingos que bajo el sol maceraba su futura fruta
de tacto temeroso.
Extraño la desnudez de los chicos fumando,
sus cuerpos reposando lánguidos sin vello, dibujados por el humo
y yo extasiado
desnudo
mirando tanta piel reunida, de la que hice mi vocabulario.
Extraño la desnuda confianza con que Maité me escribía desde su isla,
la desnudez de ella misma cuando andaba toreando tiburones:
palpaba sus caderas oscuras
cantando (qué voz) eso de somos lo máximo…
Todo parecía mejor así, desnudo,
como celebrando a la intemperie su existencia sin necesidad de tapar nada,
como si en la piel desposeída habitara también la transparencia
del mundo que se fragua simple y pleno
Hoy, la furia de los años nos cae en interminables kilómetros de tela.
La vida adulta, sus chamarras,
cubren más de lo que alguna vez imaginamos ver,
ya la piel es clandestina actividad que no se nombra.
Antes,
íbamos desnudos por algunas alamedas,
sin presumir
la lozana liviandad de nuestros vientres,
no incitábamos a nadie con esas airadas nalgas,
no;
tampoco pretendimos nada.
Era una desnudez que andaba sola,
sin necesitarnos habitaba nuestros cuerpos.
Era, cómo decirlo, una desnudez muy natural.
También fuimos locos que tocamos toda piel que vimos andar sin recato en las
aceras: salvajes adolescentes que andaban de pecho en pecho, de sexo en
sexo jugando a ser los primeros pobladores de la tierra
(animales del asombro, nuevos ricos).
Fue por desnudez que nos tentamos, no por morbo ni con fines de hacer más
ancho el orbe, no,
era pura y sencilla desnudez.
Ya pasados los días de encuerarse sin provocación alguna,
los chicos de glandes lisos y rosados
son robustos dueños de bodegas de ropa en toda talla,
ya no fuman, corren dos kilómetros cortitos todas las mañanas
eso sí
con ropa deportiva muy a doc.
Y Maité,
ay Maité,
ya sin isla
ataviada con ropa de finísimas y registradas marcas,
no va nunca al mar (dicen, que se baña vestida para no
recordar el ardor de la piel sin protección).
Yo, a veces, cuando puedo llenar mis pulmones de suficiente melancolía,
me quedo bajo el sol alguna tarde de domingo
y como homenaje a aquella época de encueros
me desvisto,
y junto con mi cuerpo, en un exhalo lento (posibles lágrimas secretas),
desnudo también mi alma.
Si algo añoro de la adolescencia es la desnudez.
La desnudez de adolescentes que sin razón danzaban en mi cuarto,
la mía de los domingos que bajo el sol maceraba su futura fruta
de tacto temeroso.
Extraño la desnudez de los chicos fumando,
sus cuerpos reposando lánguidos sin vello, dibujados por el humo
y yo extasiado
desnudo
mirando tanta piel reunida, de la que hice mi vocabulario.
Extraño la desnuda confianza con que Maité me escribía desde su isla,
la desnudez de ella misma cuando andaba toreando tiburones:
palpaba sus caderas oscuras
cantando (qué voz) eso de somos lo máximo…
Todo parecía mejor así, desnudo,
como celebrando a la intemperie su existencia sin necesidad de tapar nada,
como si en la piel desposeída habitara también la transparencia
del mundo que se fragua simple y pleno
Hoy, la furia de los años nos cae en interminables kilómetros de tela.
La vida adulta, sus chamarras,
cubren más de lo que alguna vez imaginamos ver,
ya la piel es clandestina actividad que no se nombra.
Antes,
íbamos desnudos por algunas alamedas,
sin presumir
la lozana liviandad de nuestros vientres,
no incitábamos a nadie con esas airadas nalgas,
no;
tampoco pretendimos nada.
Era una desnudez que andaba sola,
sin necesitarnos habitaba nuestros cuerpos.
Era, cómo decirlo, una desnudez muy natural.
También fuimos locos que tocamos toda piel que vimos andar sin recato en las
aceras: salvajes adolescentes que andaban de pecho en pecho, de sexo en
sexo jugando a ser los primeros pobladores de la tierra
(animales del asombro, nuevos ricos).
Fue por desnudez que nos tentamos, no por morbo ni con fines de hacer más
ancho el orbe, no,
era pura y sencilla desnudez.
Ya pasados los días de encuerarse sin provocación alguna,
los chicos de glandes lisos y rosados
son robustos dueños de bodegas de ropa en toda talla,
ya no fuman, corren dos kilómetros cortitos todas las mañanas
eso sí
con ropa deportiva muy a doc.
Y Maité,
ay Maité,
ya sin isla
ataviada con ropa de finísimas y registradas marcas,
no va nunca al mar (dicen, que se baña vestida para no
recordar el ardor de la piel sin protección).
Yo, a veces, cuando puedo llenar mis pulmones de suficiente melancolía,
me quedo bajo el sol alguna tarde de domingo
y como homenaje a aquella época de encueros
me desvisto,
y junto con mi cuerpo, en un exhalo lento (posibles lágrimas secretas),
desnudo también mi alma.
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