Bogotá, 1982
Nadie
mira a nadie de frente,
de
norte a sur la desconfianza, el recelo
entre
sonrisas y cuidadas cortesías.
Turbios
el aire y el miedo
en
todos los zaguanes y ascensores, en las camas.
Una
lluvia floja cae
como
diluvio: ciudad de mundo
que
no conocerá la alegría.
Olores
blandos que recuerdos parecen
tras
tantos años que en el aire están.
Ciudad
a medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo
como
una muchacha que comienza a menstruar,
precaria,
sin belleza alguna.
Patios
decimonónicos con geranios
donde
ancianas señoras todavía sirven chocolate;
patios
de inquilinato
en
los que habitan calcinados la mugre y el dolor.
En
las calles empinadas y siempre crepusculares,
luz
opaca como filtrada por sementinas láminas de alabastro,
ocurren
escenas tan familiares como la muerte y el amor;
estas
calles son el laberinto donde he de andar y desandar
todos
los pasos que al final serán mi vida.
Grises
las paredes, los árboles
y
de los habitantes el aire de la frente a los pies.
A
lo lejos el verde existe, un verde metálico y sereno,
un
verde Patinir de laguna o río,
y
tras los cerros tal vez puede verse el sol.
La
ciudad que amo se parece demasiado a mi vida;
nos
unen el cansancio y el tedio de la convivencia
pero
también la costumbre irremplazable y el viento.
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