Hacia el germen
La
sangre me lo dice:
no
hay reposo,
los
cuerpos son una espiral
que
el tiempo expande.
Girar,
todo es girar hacia un afuera
que
es aquí,
una
tarde cualquiera.
Las
cosas son su propio estuario:
en
ellas mismas desembocan.
Allá
en el fondo está la yema
del
origen,
¿no
participa la espiral de su comienzo?,
¿acaso
puedo desandar
y
difundirme?
Todo
lo congregado por la vista
—los
ojos del pensar—
se
vuelca hacia su germen:
la
astilla a punto de nada,
la
casi aire,
se
enfila anónima y veloz
y
más allá de sus costillas
busca
el brote,
la
tabla hospitalaria,
el
manantial de savia aquél
para
saciarse;
este
papel
—absorto—
empuja
apenas pero avanza
y
su ala lenta indaga
densas
provincias de algodón,
inmensos
arrozales,
océanos
de hilaza sofocante,
y
tanto andar
para
en la punta de su ovillo proclamarse;
la
casa en la que escribo
—lenta,
como
un reptil que sueña
en
el periplo del sol
sobre
su lomo—
ha
ido rotando en pos del horno que gobierna
el
feliz cocimiento
de
su arcilla;
¡el
vaso!,
se
vierte en sí
para
colmar su sed de sílice,
quiere
verse en el ojo de la fibra,
en
su profunda gran pupila
congelada
en
el asombro de lo pétreo
(el
vaso se levanta porque gira
tras
el iris,
que
si no fuera una vorágine tan limpia
un
soplo bastaría para estrellarlo);
y
yo no soy sino aspa de mí mismo,
acantilado
que
da en el desnacer,
carrera
hacia el ombligo
—¡isla
que anuda vida y muerte
y
crea la cima,
la
cresta de la cresta
en
donde no transcurre nada!
El
centro es el origen de las cosas,
por
él
la
fuga inevitable
no
hace de ellas un racimo
de
aire
—y
de nosotros el recuerdo de una sombra—,
un
dispersarse errante
como
polen inútil,
como
el fragmento del fragmento
de
un añico
que
muere.
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