Teoría de Dulcinea
En un lugar solitario cuyo
nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer
concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente
cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas
femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe
después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez,
una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier
pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de
lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El
caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se
echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía.
Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas
y dio tres o cuatro zapatetas en el aire.
Al
volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su
casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de
su alma reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas
verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.
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