El mundo de ayer
Era
un mundo de espacios fatigables
entre
uno y su deseo
(un
mundo muy Cernuda,
pero
también muy Aristóteles y Joyce:
peripatético).
Era
un mundo de muslos y de trenes y de
discos
de larga duración
y
lados B,
un
mundo para fémures y tibias,
para
la oreja y no para el oído,
para
la mano y no para el delirio
del
pulso digital.
Era
ir dejando un surco entre la tele
y
el sillón
(y
todo para ver
qué
había entre el 2 y el 13),
un
surco en el Atlántico y el cielo
con
sólo un timbre y una dirección.
En
el periódico,
a
las tres de la mañana,
usábamos
un cutter y una escuadra
para
formar
el
suplemento cultural del sábado
(y
nos pagaban con billetes engrapados).
Era
un sistema métrico distinto:
las
cuadras, las semanas y las vueltas
del
disco del teléfono
marcaban
pausas
que
el hombre aprovechaba para hablar
consigo
mismo.
Sabíamos
bordar
silencios e irnos
por
las ramas.
Nuestras
junturas eran para estar.
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