La cantina en septiembre
Es
el padre
que
vuelve otra vez
por
los largos meses
de
este cerrado día de septiembre:
porque
en su corazón
se
ríen las estatuas
y
en sus vísceras rotas
lo
que tiembla es el fuego.
El
padre llega a la cantina
en
este martes o viernes
y
a la hora más impar de la tarde:
nadie
puede saludarlo
y
él recoge
el
vaso de opacados cristales
que
otra boca
—tal
vez la suya— ensució.
Hay
un liviano sedimento
de
salivosos aguardientes
y
mezcladas figuras
en
el fondo aún sin medida
del
trago inicial.
Los
zapatos del padre
están
manchados de pétalos caducos
de
tallos ensombrecidos
de
ceniza liberada
por
el último aire invernal.
Y
vuelve también a hablar
de
sus asuntos preferidos
—esos
temas que forman
la
trabajosa red del aliento cotidiano—
y
nadie lo ve
ni
le contesta
nadie
oye sus relatos
de
sables y lanzas y fusiles oxidándose
en
las sosegadas colinas
de
gritos luminosos soltándose
en
los estadios repletos y triunfales.
Y
también cuenta
de
otros años distintos
con
la casona de maderas y tejas desclavadas
el
crecido naranjal
y
los perros sucesivos
de
ladridos y pelos desiguales
para
un solo nombre:
“Ven
acá Chaplín”
“Chaplín
cuida a los niños”
“Mira
un gitano mugroso Chaplín:
que
no pase del portón
que
nunca entre”
“Qué
has comido Chaplín
qué
ves cuando nos ves
mientras
vidrio molido o veneno verde
despaciosamente
desfibran
tus
hocicos y tus panzas?”
Nadie
escucha al padre
nadie
sabrá de la enorme corvina
asada
al carbón o a la leña
gustada
y bebida
con
claras uvas de Italia.
Y
nadie percibe
el
esplendente color de la sombra
del
Graff Zeppelin
—aquel
gordo cigarro
de
aluminio encendido
sobre
el mapa humoso del Sol—
y
tampoco nadie se entera
de
la mancha susurrante
y
sin límite ni anchura
de
aceitosas langostas azules y negras
—“Mordieron
cada árbol
cada
plaza cada hierba
y
la ciudad fue salvada
por
estas manos que levantaron
todos
los incendios”.
El
padre se aferra
al
frágil licor de un vaso nuevo:
su
propia voz
le
castiga la boca.
Y
bebe la sequedad del mar
en
la orilla de vidrios
tan
usados.
Y
dispone la gorra agrisada
sobre
el cráneo sin peine
y
sin cepillo.
El
padre se va:
nadie
puede tampoco despedirlo.
Mientras
la cara se le vuela
por
los fríos oxígenos
de
este clausurado
minuto
de septiembre
un
hombre que dice
estar
siempre borracho
contempla
vagamente las mesas desnudas
y
los sitios neblinosos y vacíos.
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