Canto XXI. A Silvia
Silvia,
¿revives siempre
de
tu vida mortal aquellos tiempos,
cuando
beldad fulgía
en
tu mirar risueño y fugitivo,
y
alegre y pensativa, los umbrales
de
juventud subías?
Sonaban
las quietas
estancias,
y las calles aledañas,
a
tu perpetuo canto,
cuando
atenta a bordados femeniles
te
sentabas, contenta
del
vago porvenir que imaginabas.
Era
mayo oloroso: tú solías
así
llevar los días.
El
deleitoso estudio
dejaba
a veces, y sudados pliegos
donde
mi edad primera
y
mi parte mejor se consumía,
y
en los balcones del hogar paterno
prestaba
oído al eco de tu voz,
y
a la mano veloz
recorriendo
la tela fatigosa.
Miraba
el calmo cielo,
y
las calles doradas y las huertas,
y
aquende el mar, y allende el Apenino.
Labio
mortal no dice
lo
que sentía mi pecho.
¡Qué
suaves pensamientos,
qué
esperanzas y ardores, Silvia mía!
¡Qué
oferente nos era
la
vida humana y el hado!
Cuando
me acuerdo de tamaño anhelo,
un
afecto me oprime
acerbo
y sin consuelo,
y
vuélveme a doler la desventura.
Oh
natura, natura,
¿por
qué rendir no puedes
tus
promesas? Oh dime: ¿porqué tanto
engañas
a tus hijos?
Antes
de que la hierba helara invierno
oculto
morbo combatió tu vida,
tan
tierna, y la venció. No mirarías
de
tus años la flor;
no
halagaría tu pecho
el
dulce elogio a tus cabellos negros,
ni
a tus ojos amantes cuanto esquivos;
ni
contigo tu amiga en días festivos
razonaría
de amor.
También
morían en breve
mis
más dulces anhelos: a mis años
negó
también el hado
la
juventud. ¡Ay cómo,
cómo
pasado has,
querida
amiga de mi edad más nueva,
mi
llorada esperanza!
¿Es
éste el mundo? ¿Son
éstos
los goces, el amor, las obras
de
los que tanto razonamos juntos?
¿Tal
es la suerte del género humano?
Disipado
el engaño
tú,
mísera, caíste; y lejanos
la
fría muerte y un sepulcro nudo
mostrabas
con la mano.
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