viernes, 8 de enero de 2021

LUIS ZALAMEA BORDA

 


 

Testamento del hombre

                                                A Osías Plotnicoff



Oh Dios: me colmaste de tu árbol derribado,
llevaste hasta mi barro la fruta de la risa,
y me soltaste, raudo y feliz, por tu campiña
con la lanza del canto y mi locura plena.
Y hoy vengo a darte cuenta con mi voz encendida,
cabizbajo quizás, pero alegre, ¡oh alegre!
Sin que nada postrer brote de mis palabras
porque en la poesía no hay tránsito ni límite.

Desde la sed al tedio he recorrido:
oh sed de la niñez, inaplazable y ronca
que calmaban las aguas con sabores a helecho,
venidas de los páramos poblados de leyenda.
Y la pulpa del tedio que a veces acarician
las yemas de los dedos indecisos
al son de las hamacas y las cavilaciones
bajo el signo brumoso del Trópico de Cáncer.
El hambre y la mujer también me adjudicaste.
Ecuaciones exactas, mas la clave ignoré.
Mapas de hueso y carne, con fronteras de sangre,
exploré sus meandros en ansiosa piragua,
levantadas muy altas las velas del deseo.

Evoco la mujer y conozco tu mano.
He allí tu comarca inigualada,
oh suave sortilegio del que quise
embriagarme hasta agotar mi piel y mis estíos.
De ellas, un día olvidado presentí
el doble secreto de la vida:
cuando ya de pasión estaba exhausto,
me legaron con su entrega la ternura y el alba.
Pero más que las caricias conocidas,
amé sobre ellas todas y hoy recuerdo, 
cualquier desconocida que al cruzarse conmigo,
pareciera llevar el peso milenario de su sexo en las ojeras.

Oh Dios, creador de la mujer y de todas las cosas:
esta mañana me miré en el espacio capturado -
el viejo espejo traído de las islas -
y nada en mi rostro era lo mismo.
Estaba liberado, suelto, rota la reja de los párpados.
Invadida mi piel por elegías,
el rosa de los soles difuso entre la barba.
Y sentí una premonición ya conocida:
preludio del más grande y azul de los crepúsculos.
No era mi propio ser,
sino el rey de las corrientes y los vientos,
gran visir de los médanos y arenas,
aquí en mi soberana soledad,
el único legado material de mi existencia:
un pedazo de playa sempiterna,
la sombra amiga de cuatro cocoteros
y un almendro sembrado por los pájaros.
Oh reino mío, acuosa línea vaga
con sus ejércitos de olas
y su frontera de delfines.
Allí cabe la gloria entera en un puño cerrado.
Estoy listo para partir cuando tú quieras.
He legado mis ansias y mi sed.
También mi hambre y mi piel.
He hecho testamento de recuerdos,
archivo de caricias,
registro de miradas,
inventario de celos y de olvido,
y en cada página invisible
está dormida una mujer
y reina el sueño.
Hecha mi paz con ellas y con todos,
al acudir en la tarde a tu llamada quedo,
me pregunto si el único pecado 
que no perdona Dios es la ternura.

 


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