sábado, 13 de febrero de 2021

CAROLINA SANÍN

 


  

Palmas

 


 

I.

 

Un brote
y el asombro:
otro rostro que sale de mi rostro.

El tallo tierno, el agua clara,
la pluma, el hongo, el trébol
han quebrado la ladera,
la mejilla,
con el pico de su imagen.

Las cosas se presentan,
se clavan en el cielo
rompientes en el aire y en el ojo.
La curva de mi centro
se aparece en lo que quiero
y lo desvela.

Cada retoño es eje de la tierra.
La suave punta verde
nacida con la noche
fuera del ojo y de la luz,
oculta a los cristales,
raja el plomo del reflejo
y se anima y se revela
en el espejo bocabajo.

Todo brote es del sueño.
Es el sueño de las cosas, estallado.

Surge la potencia vegetal, vibrando;
ese subir,
esa alegría
que junta arriba con abajo:
la firmeza.
Un lazo es lo que brota:
antena, pie, serpiente, cuerda.

También la voz retoña:
el ladrido, paso del corazón
al cuerpo —bomba—,
y el trino que deshace al pájaro
redondo,
flecha de su círculo,
límite de la vida palpitante
en su templanza.

El tallo detiene el mundo y lo sostiene.
Es el día de la noche.
No es ahora, ni después, ni un rato,
ni es la hora convenida,
ni dice el cumplimiento.
Es el saludo permanente.

Mira ese retoño de palmera:
árbol del tiempo
deseado
con su puro peine
que será estrella entre neblina,
jardín de pólvora,
esperarte,
oro de oro.

La visión viene de las raíces,
de las leyes de abajo,
de los muertos.

De mí voy yo subiendo.
Tu cara se hace de la mía cerrada.
Si no hay luz,
cuando desvío mi rayo,
tu cara es la flor de mi fantasma.

Del corazón la sangre se disipa
y hace el otro día. El pájaro
que ruge
su hambre nueva
es el día;
no la mañana de la claridad luciente,
sino la profunda, el ala desbocada.

¿Y el humo?
Se eleva sin querer.
No se ha plantado;
ha quedado,
no ha crecido
y ya no estuvo.

 

II.

 

Alguien baja por el sueño:
nadie. El desconcierto.
Las flores son cabezas de animales,
de un mismo animal todas.
Pomos de las puertas
que me alumbran.

¿Las mujeres? Árboles. Hojas
desprendidas de la aguja de las hojas,
van de reino en reino,
saltan.
La montaña es una mella en un anillo;
es la espalda, el peso
que de isla en isla
entra callando.
Y la brizna, espada en esa espalda.

Pongo un punto que florece
como caen
las semillas
de los cielos
a los pozos.

Ven.
Ven por donde suena.

En todo lo que oigo
estoy durmiendo.

Lo que no es brote es la gota
que llegó y que no recuerdo.
¿Dónde estuve?
¿Qué llovía?
¿Cómo me formaba?

Asistí a la máquina y la mina.
Mis dedos fueron el asomo
de las palmas.
Hundiré el dedo
en el techo:
mi mano metida en todo,
picándolo
como una campana.

Y lo que no es la gota
—la lágrima, la lluvia—
son los huesos,
los rasguños
que dejan los planetas,
el palo,
el palmo,
el puma,
las vueltas de la espuma.

Vinimos a ordenar las partes:
cada hueso con su hueco,
y entre hueso y hueco,
el gusano,
su susurro.

Hemos visto las flores
que juntan y separan
a los vivos de los muertos;
las flores duraderas:
los dientes en la boca;
las flores parecidas:
la rótula
—la fruta—
roturada por la espina
—la yema encima de la tecla—.

Cuando se detengan
los arados que el sol muestra
sobre el calor y el frío de las piedras
diremos
qué se dice dónde:
el tambor y no la historia.

¡Que se encienda!
y veamos recogidos,
juntos, arrancados,
arriba, caer el agua,
y abajo, el verde que se tuerce.
Los túneles llenos, los caminos recorridos,
los torrentes
entre las cosas que se hablan sin oído
y la brisa.

 

 

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