El
hombre que no soy yo
La
primera vez que viví un terremoto
sentí como si unas manos gigantes
me estuvieran acunando.
Estaba leyendo una novela de Leonard Michels
en la que un grupo de hombres
forman un club sin saber muy bien su finalidad.
Y asisten regularmente.
Y se dedican a hablar.
Algunos cuentan sus problemas
y otros anécdotas de su pasado.
Estaba en Tepoztlán,
a unos cincuenta kilómetros de Ciudad de México
y a unos diez mil de casa.
Estaba en la terraza de un apartamento
que no era mío, leyendo un libro
que no me interesaba demasiado,
y el mundo comenzó a tambalearse.
Cuando el temblor se detuvo
salí a la calle y vi a la gente asustada,
llamando a los colegios
de sus hijos y a los trabajos de sus parejas
para comprobar que todo estaba en orden.
Me daba vergüenza ser la única persona
que permanecía impertérrita
tras el terremoto, así que saqué mi teléfono móvil
y estuve mirando su pantalla negra durante un rato.
No tenía a quién llamar.
Cuando
de pequeño suspendía alguna asignatura
mi madre simulaba enfadarse
y me castigaba por las tardes,
me obligaba a quedarme dentro de mi cuarto
durante una hora, o puede que dos,
mientras ella miraba la televisión.
Yo me sentaba frente al escritorio
y desde allí escuchaba las risas enlatadas
de Las chicas de oro
o de Los problemas crecen
o de Enredos de familia.
También a los concursantes
que golpeaban con fuerza
el pulsador y acertaban
o fallaban preguntas,
y al público que aplaudía indistintamente.
Lo hacían cuando el concursante acertaba
y también cuando se equivocaba.
El público era un poco como mi madre,
que me encerraba en la habitación
durante una o dos horas
porque había suspendido matemáticas o geografía,
aunque, en el fondo, le daba un poco igual
lo que yo hiciera allí dentro.
A mi madre nunca se le dio
del todo bien ser mi madre,
del mismo modo que yo nunca logré sacar
buenas notas en matemáticas o en geografía.
Ni siquiera en plástica.
La
primera casa en la que viví
después de haberme divorciado
tenía seis platos naranjas de Duralex.
Una noche me los llevé a la cama
y desde allí los fui arrojando al suelo.
No lo hice tirándolos con fuerza,
más bien como si le estuviera lanzando un frisbee a un perro.
Solo se rompieron dos.
En el piso de arriba de aquella casa
vivía un tipo al que le faltaban todos los dientes.
Tenía una novia ucraniana
y pasaban algunas noches en vela hablando.
Acaba
de llegarme a casa
una caja de cartón
que contiene una docena de ejemplares
de mi última novela.
Me las envía mi editorial.
En la portada puede verse al protagonista:
un tipo que ha perdido una pierna
y ha perdido a su mujer y a su hija.
Un tipo que lo ha perdido todo.
Parte de la historia transcurre en Tepoztlán,
el resto tiene lugar en un apartamento pequeño
en el que sus antiguos inquilinos
olvidaron llevarse seis platos de Duralex de color naranja.
La historia que se cuenta en el libro
es una historia de venganza.
El protagonista quiere asesinar a su vecino,
un hombre al que le faltan todos los dientes.
Cuando me preguntan, siempre digo lo mismo:
aseguro que pese a Tepoztlán
y a los platos de Duralex
y al hombre sin dientes
y a su novia ucraniana,
la novela es una obra de ficción.
Lo es porque el protagonista no soy yo.
El protagonista es un ser despreciable,
ególatra, engreído, envidioso…
Y
eso debería diferenciarlo de mí.
De:
“¿Qué harías si yo muriera?”
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