El dios
Oro
Te
busqué inútilmente
en
mi extravío por las salas
del
Museo Británico, dios Oro.
Quería
tenerte ante mí,
no
en la lámina oscura
de
una enciclopedia,
frente
a frente los dos mirándonos.
Quería
ver tus ojos maliciosos
y
tus brazos de basta soga,
tu
cuerpo de cordones y madera,
ridículo
y terrible.
Te
busqué acaso
siguiendo
tu llamada.
Dios
Oro, pobre
dios,
muñeco de palo, tosco ídolo,
en
qué vitrina en qué sala cautivo,
lejos
de tu isla aguardas
el
día del rencor y la ira,
la
hora del hacha,
del
incendio y su llama desatada.
Dios
Oro, dios
tahitiano
de la guerra,
ay
del día que te liberes
en
tus fuerzas malignas,
en
tus potencias sin gobierno,
en
los tifones de tus climas.
El
horror cegará entonces los ojos
del
guardián abatido,
en
el silencio de las salas
se
oirá un estruendo grande
como
si un furibundo cíclope
derribara
los muros de su celda,
y un
resplandor extraño,
con
la forma temible de tu cuerpo,
ascenderá
en la noche.
Dios
Oro,
dios
Oro,
estos
versos que ahora escribo
responden
quizá a una orden tuya,
a un
mandato secreto, a un conjuro
que
somete a mi mano. Estos versos
acaso
anuncian ya tu despertar,
el
final del letargo,
la
amenaza cercana, la venganza
contra
aquellos que ríen
irreverentes,
hacen chanzas
ante
tu burda
imagen
destructora.
De: “Según la luz”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario