El
camino a casa
Vivir
la vida,
¿no
es cruzar un campo?
Perplejo
ante
la
abrumadora
sabiduría
de los muros,
trató
de
volver la vista
atrás,
hacia
su
vida
oscura
o clara como un
túnel.
Deslumbrado
por
el sol de invierno.
Olvidado
como
el
yermo espacio de juncos
entrelazados
sin futuro
con
la tierra negra.
El
largo,
desmesurado
camino inexplicable.
El
hombre-simio recorriendo
con
terror los campos desiertos,
el
espacio infinito,
entre
centelleos,
entre
gritos
de
devastación
salidos
de
bocas pálidas,
de
mudas,
sigmoideas
cabezas repetidas.
No
había nada.
No
hubo nada.
Sólo
la
casa vacía, el
vacío
espejeo
de
las manos. El sórdido
ajetreo
alegre de papeles
revoloteando
alrededor
del
hacha. Los lentos
y
feos edificios curvados
bajo
el denso cielo.
El
camino de hierro
final,
el vertiginoso
fracaso.
El humo
de
los ojos que,
preguntando,
parpadean.
Un
balbuceo
como
de niño que sueña.
Un
dedo que ondula
en
el vaho. El paso
urgente
no sujeto al hogar,
fortuito
como
un beso:
esa
cara
es
la mía.
En
la multiplicidad
del
rezo,
la
boca sueña.
Hay
más cristales enterrados
debajo
de los cimientos
del
puente,
de
los que puede contar
el
ojo del hombre.
Todos
los días
son
el mismo día.
Todos
los rayos
parten
en dos el mismo ojo
que
gotea.
La
mano restaña
la
herida del ave
con
desgano
o
reluctancia.
El
caminante grita perplejo.
Cae
como un badajo el:
«No
he vivido ahora».
Pero,
¿quién ha vivido?
Nadie
sabe
a
dónde va la mano.
La
boca
habla
para sí misma.
El
sordo sonido sacude
los
pastos amargos.
híbridos,
sin oportunidad.
El
ilusorio cristal vuelve,
la
historia
se
repite.
Llegado
a un alto
casi
final al absurdo
pataleo
o carrera,
todo
se levanta
como
un gran muro invisible
fabricado
por fantasmas.
¿Cuál
era tu casa?
¿Quién
hizo
todo
esto?
¿Para
qué? ¿Cuándo?
Ritmo
uniforme que va segando
las
pálidas,
orgullosas
cabezas
con
aburrimiento
metódico,
al
término de un aquelarre
descolorido,
digno
del movimiento
sin
defensa.
Látigo
acabado en codo que cruza
la
cara: el quebrado,
irreconstruíble
espejo.
Las
absurdas palomas
pegadas
como
manos
al
cristal fallido.
El
sordo
goteo
en la
vastedad
vacía
de
la ajena casa,
construida
por nadie
para
nada.
El
silencioso
páramo
de los sueños
cruzado
por
el relámpago
de
la risa.
El
miedo
antiguo
como la voz pánica
que
canta sola.
Escalofrío
del
shakuhashi.
¿De
qué trataba
todo
esto?
La
madera se curva
vencida
por el peso
del
agua.
La
erizada
cercanía
de los campos
y su
imposible sueño.
El
movimiento
ridículo
como una
escaramuza.
Confusión
amarga
o
meramente
ingloriosa
de
noche y día.
Noche
y día
las
manos en la cabeza.
Los
pies
sobre
la tierra cruda.
Diez
mil años
para
saber esto,
con
certeza de brocal.
Nuestra
vida es como una
batalla
entre
los cuernos
de
una serpiente.
Los
huesos entrechocan
en
la mano inmóvil.
El
final
no
es amargo
ni
sórdido.
Es
como una
conversación
junto a la ventana.
La
oblicuidad
del
cuello
lo
dice todo.
Hay
un ojo despiadado que mira
desde
la contraventana.
Ojo
de pájaro.
Ojo
inmóvil que de
limita.
Creeríamos
que
estamos enfermos
sólo
hoy?
Qué
sólo
hoy
supura, jadeando,
la
garganta,
rehén
de lo desconocido
en
pos del desviado ojo?
Oh
las flores
de
papel.
Oh
el rostro
acanalado.
Todavía
corre
pero ya
sin
el salvaje miedo,
pues
lo desconocido ha sido
sepultado
por la grisura
de
las ciudades.
El
tren sigue su marcha,
borrando
la encorvada espalda
o
lomo
engrosado
de escarmiento.
Pero
el ojo,
mudo
en su cuenca,
abultado
de horror,
sigue
fijo en el aire,
en
el espeso
jarabe
de sueño y nada,
viendo
la huella roja del camino
y el
trazo
fulgurante
del relámpago.
Libre
y muerto para siempre bajo
los
pálidos,
derrumbados
abedules.
No hay comentarios:
Publicar un comentario