miércoles, 29 de octubre de 2025

ROGELIO SAUNDERS

 

  

El camino a casa

 

 

Vivir la vida,

¿no es cruzar un campo?

Perplejo ante

la abrumadora

sabiduría de los muros,

trató

de volver la vista

atrás, hacia

su vida

oscura o clara como un

túnel. Deslumbrado

por el sol de invierno.

Olvidado como

el yermo espacio de juncos

entrelazados sin futuro

con la tierra negra.

El largo,

desmesurado camino inexplicable.

El hombre-simio recorriendo

con terror los campos desiertos,

el espacio infinito,

entre centelleos,

entre gritos

de devastación

salidos

de bocas pálidas,

de mudas,

sigmoideas cabezas repetidas.

No había nada.

No hubo nada.

Sólo

la casa vacía, el

vacío espejeo

de las manos. El sórdido

ajetreo alegre de papeles

revoloteando alrededor

del hacha. Los lentos

y feos edificios curvados

bajo el denso cielo.

El camino de hierro

final, el vertiginoso

fracaso. El humo

de los ojos que,

preguntando,

parpadean.

Un balbuceo

como de niño que sueña.

Un dedo que ondula

en el vaho. El paso

urgente no sujeto al hogar,

fortuito

como un beso:

esa cara

es la mía.

En la multiplicidad

del rezo,

la boca sueña.

Hay más cristales enterrados

debajo de los cimientos

del puente,

de los que puede contar

el ojo del hombre.

Todos los días

son el mismo día.

Todos los rayos

parten en dos el mismo ojo

que gotea.

La mano restaña

la herida del ave

con desgano

o reluctancia.

El caminante grita perplejo.

Cae como un badajo el:

«No he vivido ahora».

Pero, ¿quién ha vivido?

Nadie sabe

a dónde va la mano.

La boca

habla para sí misma.

El sordo sonido sacude

los pastos amargos.

híbridos, sin oportunidad.

El ilusorio cristal vuelve,

la historia

se repite.

Llegado a un alto

casi final al absurdo

pataleo o carrera,

todo se levanta

como un gran muro invisible

fabricado por fantasmas.

¿Cuál era tu casa?

¿Quién hizo

todo esto?

¿Para qué? ¿Cuándo?

Ritmo uniforme que va segando

las pálidas,

orgullosas cabezas

con aburrimiento

metódico,

al término de un aquelarre

descolorido,

digno del movimiento

sin defensa.

Látigo acabado en codo que cruza

la cara: el quebrado,

irreconstruíble

espejo.

Las absurdas palomas

pegadas

como manos

al cristal fallido.

El sordo

goteo en la

vastedad vacía

de la ajena casa,

construida por nadie

para nada.

El silencioso

páramo de los sueños

cruzado

por el relámpago

de la risa.

El miedo

antiguo como la voz pánica

que canta sola.

Escalofrío

del shakuhashi.

¿De qué trataba

todo esto?

La madera se curva

vencida por el peso

del agua.

La erizada

cercanía de los campos

y su imposible sueño.

El movimiento

ridículo como una

escaramuza.

Confusión

amarga o

meramente ingloriosa

de noche y día.

Noche y día

las manos en la cabeza.

Los pies

sobre la tierra cruda.

Diez mil años

para saber esto,

con certeza de brocal.

Nuestra vida es como una

batalla

entre los cuernos

de una serpiente.

Los huesos entrechocan

en la mano inmóvil.

El final

no es amargo

ni sórdido.

Es como una

conversación junto a la ventana.

La oblicuidad

del cuello

lo dice todo.

Hay un ojo despiadado que mira

desde la contraventana.

Ojo de pájaro.

Ojo inmóvil que de

limita.

Creeríamos

que estamos enfermos

sólo hoy?

Qué sólo

hoy supura, jadeando,

la garganta,

rehén de lo desconocido

en pos del desviado ojo?

Oh las flores

de papel.

Oh el rostro

acanalado.

Todavía

corre pero ya

sin el salvaje miedo,

pues lo desconocido ha sido

sepultado por la grisura

de las ciudades.

El tren sigue su marcha,

borrando la encorvada espalda

o lomo

engrosado de escarmiento.

Pero el ojo,

mudo en su cuenca,

abultado de horror,

sigue fijo en el aire,

en el espeso

jarabe de sueño y nada,

viendo la huella roja del camino

y el trazo

fulgurante del relámpago.

Libre y muerto para siempre bajo

los pálidos,

derrumbados abedules.

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario