He llegado. Me acerco
con cautela a la orilla y distingo en las aguas
una suerte de antigua y fugaz transparencia.
Queda al lado un desierto, un lugar retirado
que una puerta franquea preservando el destino
de los hombres que huyen. Una breve vereda
que coronan cipreses nos conduce a la senda
reiterada, a los pasos
que se llegan a Yuste -el otoño dorado
de la hiedra rojiza y el estanque en penumbra-,
al jardín de Abadía -ruinas, mármol, canales,
Lope, acantos y olivos-.
Es difícil saber
sobre qué edificamos
la virtud. Qué lugares
-evocados o vistos- nos contienen.
Paredes,
tapias, huertos, bancales,
muros hechos de piedras
colocadas siguiendo cumplimientos idénticos.
Minuciosos remiten
a un estado de cosas que se pierde.
Enseñanzas
de la edad sometidas
a un complejo sistema en precario equilibrio.
Su presencia anticipa la verdad de la historia.
No es extraño volver, sorprendido, la vista
y caer en la cuenta: somos agua, y aun piedra;
árbol, río, retamas. Somos tierra. Hago mías
las razones de Anteo.
Arrancada a la roca la ruindad de los huertos,
empeñados en darle a las aguas su cauce,
embalsando su fuerza en los largos estíos,
aguardando la nieve transformada en torrente,
afinando en la viga la bondad de los troncos,
observando en las nubes la promesa de lluvia,
¿no cumplirnos un ciclo necesario e idéntico?
De "El reino oscuro" 1999
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