Campanas
Fui de
su pequeña casa a mi cama
en un
viaje que recorrieron miles de hombres antes que yo
con sus
corazones en formaldehído
abandonados
en las grandes avenidas y en los estrechos callejones.
Vi cómo
el viento arrastraba mi cabeza,
vi dos
ojos saltones derramando lágrimas
y una
flecha clavada en una córnea.
Yo
sabía
a quién
encontraría en esta calle,
quién
aparecería de madrugada en la otra calle.
Sabía
las palabras precisas
que
debía dejar en todas partes
para
que me permitieran un tránsito cómodo;
las
palabras eran mi única provisión.
Cada
vez que pensaba que estaba cerca de la cama,
que estaba
a punto de alcanzar sus extremos
mis
pies se deslizaban aún más lejos
y el
camino se perdía en la distancia.
Una
mujer tomó mi mano en el umbral,
acarició
mi cara,
y dijo:
¿Puedes volver a casa
para
comenzar desde allí de nuevo?
Debería
haberle sonreído,
pero
sentía la voz ahogada
y el
acceso a una casa o a una cama
era un
asunto con el que no podía contar
pues mi
ropa estaba muy rozada,
había
conseguido penetrar con las uñas en mi pelo enmarañado
y había
llovido sobre mí.
Cuando
cerré los ojos y volví a abrirlos
vi cómo
su pequeña casa y mi cama
se
balanceaban ante mí
como
dos campanas gigantes en una iglesia vacía.
Tenía
que aferrarme a una de ellas, al menos temporalmente,
pero no
dejaban de moverse.
El
viaje que planeé desde el primer día, y del que aprendí a regresar sin una gota
de sangre. ¡Cuántas veces retorné ileso! Pero las calles de esta ciudad se
torcieron más de lo debido y, aunque apenas conoce la niebla, la vista se
vuelve borrosa por cualquier motivo. Así nadie puede pensar en regresar, ni a
la casa, ni a la cama. Y todo lo que uno anhela es una pequeña acera y gente
que aprecie la agonía de los amantes.
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