miércoles, 17 de abril de 2019

ILARIE VORONCA





Curriculum Vitae 



En este mundo nuevo tenía miedo. Marchaba dulcemente.
No sabía cómo era necesario conducirme, como
era necesario respirar. Y mis manos,
¿qué debía hacer con ellas?
Pendientes chocaban contra los muros, contra los reverberos.
Grandes pedazos de cielo impedían mis movimientos.
Era necesario recomenzar. Reaprender todo. El viento
era parecido a un perro desconocido que se encuentra
y que os sigue de repente; os muestra
todo lo que sabe hacer: remueve la cola, se hace el guapo,
pero ¿a dónde conducirlo? Yo mismo no tenía ningún abrigo.
El agua, la misma agua, caída, triste, ennegrecida como en la
                                                                                      [ciudad
lejana y pobre de donde yo venía. Ninguna isla
para eludir esta lluvia... hacía frío,
y mi carne desgarrada, como los vestidos,
dejaba penetrar todos estos soplos dolorosos, húmedos.
Sobre mi cara, sobre mis manos, la lluvia trazaba arrugas.
Y el último grito del tren que me había puesto allí
moría a lo lejos. Me sentía solo. Tenía miedo.
Y la luz rehusaba subir a mis ojos, parecida
a esas lágrimas que se esperan y no vienen.
Yo hubiera quizá reconocido estos lugares la víspera:
una humosa ciudad en otoño y estos viejos
barrios con hombres como yo, pobres y con muros en ruinas.
Hay algunos pequeños comerciantes en el umbral. La llovizna
embebe como una tristeza las casas, los paseos,
y el río arrastra los últimos restos del día.

Así en esta noche, en esta soledad,
yerro a través de las calles y de este silencio rudo
que ninguna voz, ningún gesto rompen. Y no sé
cómo llamar a alguien ni como dirigirme
a todas estas sombras sin cara que me rodean y que rozo,
y que están allí como en la boca del mundo las palabras.
Yo también había conocido una vida apacible.
Es a fuerza de dormir que devine invisible.
Algunas veces nos reuníamos mis hermanos, mis hermanas.
Se hablaba en la mesa de cosas agradables. Un resplandor
dulce envolvía nuestras palabras, nuestras fisonomías.
Afuera la tierra mostraba sus llagas en la tempestad.
Desde lejos venían las ráfagas de una canción.
Y tu también, esposa abnegada, humilde. Recuerdo.
Se jugaba al "jacquet" tal como se juega en nuestra provincia.
¿Esperábamos nosotros que esas nuevas palabras viniesen?
¿Fuimos de golpe el uno al otro extraño?
Yo miraba, pero mi mirada estaba en otra parte. Yo arreglaba
un objeto, un libro, en su lugar habitual,
y sin embargo él se deslizaba desconocido como un ala
en pleno vuelo que no es ya más que un poco de espuma.
Y nosotros mismos bien pronto fuimos como los objetos,
esos hálitos que deshilachaban en el aire la voz como una lana.
Pero estábamos cerca el uno del otro. Nuestras manos
mezclaban su contorno como la miga de un pan
y unían sin ruido las líneas de sus palmas.
"¿Qué piensas tú? ¿Por qué estás triste? ¿No estamos aquí
-me decía- los dos?"
¿Qué puede sucedernos? Podemos aún sacar
un poco de dinero de nuestras alianzas. Luego veremos
lo que queda por hacer. No es esta nuestra primera fuga".

Ningún reproche. Querida y dulce amiga. Tú no me hacías
ningún reproche. Nosotros hubiéramos podido llevar días
                                                                       [fáciles.
Era yo quien te había propuesto comprar a crédito
esta librería-papelería. "Ella no es para tí" me había dicho.
"Pero sí", respondí. "Es tan fácil. Se venden diarios,
se vende un poco para poder comer. Y nuestras
noches serán libres. Yo escribiré poemas,
"Buenos días señora", "Buenos días señor".
Atendería los clientes yo mismo.
No pudimos, por cierto, hacer frente a los pagos.
Estás cerca de mí. Sonríes gentilmente,
y ningún reproche, ninguna palabra
amarga, de tu boca tan dulce se vuela.
La lluvia, el viento hacen chocar todos sus huesos.
La ciudad se abraza, desaparece igual que un remolino en el
                                                                            [agua.
Una vez todavía sonríeme, esposa querida, amiga,
pone tu mano en mi boca y grita
en mi oreja que pierde el oído tal como una flor el perfume,
tu nombre y el mío. Y todo eso que sabes. El uno
de los dos bien pronto cerrado como una ventana
no será más que la imagen de lo que él pudo ser.
Afuera los días suaves, el rebaño de las estaciones que huyen,
los ojos pegados al vidrio, más tristes que una lluvia,
esos árboles donde se duermen las últimas estrellas,
ese recuerdo que se alumbra en alguna parte igual que un hogar,
y esas tristes, ah, esas tristes noches en un hotel de paso.
Niño yo tenía un lecho muy blanco y el rostro
de mi madre se inclinaba igual que una llama sobre mí.
Después fueron manos extrañas, brazos fríos
que me llevaron hacia otra noche, hacia otra faz.
Yo estaba en un compartimiento de tercera clase
entre personas innumerables, pero no veía
lo mismo que no se oyen, cuando se marcha, los propios pasos.

Y de pronto heme aquí, entre estas calles extranjeras
en que no sé cómo estar. Ninguna presencia querida
para guiarme, para aconsejarme. Y ningún resplandor.
¿Adónde fui yo así? Estaba solo. Tenía miedo.


Versión de Juan L. Ortiz


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