18 de agosto
de 1989
“Vi estallar en los cielos el relámpago, el nombre
que divide la tarde, las frescas airadas,
el alba como un pueblo de palomas borradas
y acaso vi en todo esto lo que cree ver el hombre”.
Arthur Rimbaud
Este hombre va a morir
hoy es el último día de sus años.
Amanece tras los cerros un sol frío:
el amanecer nunca más alumbrará su carne.
Como siempre, entre sus cuatro paredes
desayuna, conversa, viste su traje;
no piensa en el pasado, aún liviano y todo víspera,
en los gestos, hechos y palabras de su vida
que mañana serán distintos en el bronce y en los
himnos,
porque este hombre no sabe que hoy va a morir.
En su corazón de piedra
el asesino afila los cuchillos.
Este hombre va a morir,
hoy es la última mañana de sus horas.
Por sus ojos de fría carne azul
solo pasan idiomas y horizontes
para ciertas cosas que los otros sueñan:
la urgencia del pan y de la sal,
la flor abierta del abrazo, la sangre
invisible y contenida en su caracol de venas.
Ahora conversa por teléfono, escribe un discurso.
En el libro de apuntes lo atropellan
con letra afanada y resbalosa
los nombres y las citas de ese día,
porque este hombre no sabe que hoy va a morir.
El asesino esconde la cara siempre
para que el sol no le escupa sus gargajos de fuego.
Este hombre va a morir,
hoy es el último mediodía de sus años.
Con la frente en el abismo sin saberlo
estrecha manos, almuerza, pregunta la hora.
Sus pasos que ha dirigido otras veces al amor
y a asuntos más rutinarios como el olvido
o la toalla azul después del baño,
que lo han llevado a conocer la gloria
en la algarabía elemental de las multitudes,
sus pasos pueden ser contados ya
porque este hombre camina hacia la muerte.
El asesino: humores de momia, hiel de alacrán,
heces de ahorcado, sangre de Satán.
Este hombre va a morir,
hoy es la última tarde de sus días.
Se prepara sin saberlo para el ritual:
con la voz fingida en la memoria,
que casi oye ya entre las caras como olas,
repasa las palabras de la arenga:
pan verde, lagos de luz, verde y labios.
Frente al espejo rehace el nudo de la corbata,
cepilla otra vez sus dientes
y con los dedos recorre las alas amarillas del
bigote.
Entonces las banderas y las manos y las voces,
la lluvia roja de papel picado,
la hora y el minuto y el segundo.
El asesino danza la Danza de la Muerte:
un paso adelante, una bala al corazón,
un paso atrás, una bala en el estómago.
Cae el cuerpo, cae la sangre, caen los sueños.
Acaso este hombre entrevé como en duermevela
que se ha desviado el curso de sus días,
los azares, las batallas, las páginas que no
fueron,
acaso en un horizonte imposible recuerda
una cara o voz o música.
Todas las lenguas de la tierra maldicen al asesino.
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