Reaparición poética de Roma
Dios,
qué significa ese sudario silencioso
que
ondula sobre el horizonte…
ese
ventisquero de moho —rosa
de
sangre aquí— desde las faldas de los montes
hasta
las ciegas encrespaduras del mar…
aquella
cabalgata de llamas sepultadas
en
la niebla, que hace confundir el llano
que
va de Vetralla a Circeo con un pantano
africano
que exhala un anaranjado
mortal…
Es velamen de bostezantes y sucias
brumas
enroscadas en pálidas
venas,
incendiadas líneas,
ganglios
en llamas: allá donde los valles
del
Apenino, entre diques de cielo,
desembocan
en el Agro vaporoso
y
en el mar: pero —casi arcas o espigas
en
el mar, en el negro mar granuloso—
la
Cerdeña o la Cataluña
ardiendo
por siglos en un grandioso
incendio
sobre el agua que las sueña
más
que reflejarlas, resbalando,
parece
que acabaron por lanzar toda
su
madera aún ardiente, toda cándida
brasa
de ciudad o cabaña devorada
por
el fuego, hasta palidecer en estas landas
de
nubes sobre el Lazio.
Pero
ya todo es humo, y os asombraríais
si,
dentro de los escombros del incendio,
oyéranse
reclamos de frescos
niños
desde los establos o magníficos
tañidos
de campana retumbando de hacienda
en
hacienda, por los abruptos atajos
desolados
que se vislumbran desde la calle
Salaria
—como suspendida en el cielo—
a
lo largo de ese fuego melancólico
perdido
en un gigantesco desmoronamiento.
Ahora
su furia se desangra y palidece
infundiéndole
mayores ansias al misterio
allá
donde —bajo esas polvaredas
flameantes,
casi un empíreo sudario—
empolla
Roma sus barrios invisibles.
De: “La religión de mi
tiempo”
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