El monje
Líneas
avecindadas —como lluvia—
próximas
a los bordes del manto
arriman
una luz de ríos,
titilantes
las gotas debieron ser
polvo
de oro atrapado en su brillo.
Líneas
avecindadas, lamento entonado
en
un rincón de iglesia,
rodean
el manto —goterones—
oro
goteando, pálido,
de
intemperie;
la
misma melopea como lluvia pasada,
napa
extendida brotando
desde
el amarillo. Y el monje
de
boca cerrada queda envuelto
en
líneas de pentagrama,
¿entona
su muerte?
Granos
de espiga,
el
brocal del pozo ensimismado
en
la roldana, sube y baja,
instantes
partidos en oro múltiple,
amarillo
rampante ronda en círculos
hasta
alcanzar el borde del cielo raso
—los
labios tal vez del monje—
esquinas
múltiples forman
la
estrella del umbral.
Empieza
el camino
en
el oro mordentado,
sobre
el vaho irregular de la luz
donde
el marrón domina
y
el oro forma entre sombras su reino de opacidad y piedra:
empieza
el resplandor trémulo,
túnica
del santo
donde
se fraguan el gualda y azafrán.
La
luz florece —ultraterrena—.
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