Testamento
Cuando
yo muera, hijo, no te dejaré más fortuna
que
un nombre impreso en un libro.
En
la rebelde noche que viene
desde
mis antepasados hasta ti,
salvando
barrancos y simas profundas
que
mis abuelos cruzaron de rodillas
y
que, joven, tendrás que remontar tú también,
mi
libro, hijo, es sólo un escalón.
Fervoroso
y fiel, mira al libro como cabecera de la estirpe.
Es
vuestra primera ejecutoria,
siervos
de sayal tosco, lleno
de
las osamentas que llevo en mi alma.
Para
poder trocar ahora, por primera vez,
la
azada en pluma y el surco en tintero,
nuestros
abuelos cosecharon, entre las blancas yuntas,
el
sudor del trabajo a lo largo de muchísimos siglos.
De
sus gritos arreando a las bestias
surgieron
palabras justas, sutiles,
y
cunas para los futuros descendientes.
Convertí
las palabras, amasadas durante centurias,
en
versos e imágenes.
De
los harapos hice brotar guirnaldas de flores.
Cambié
el acíbar en miel,
dejando
íntegra su dulce fuerza.
Apresé
el insulto e, hilándolo sin prisa,
alguna
vez fue engaño, injuria otras veces.
Recogí
del lar la ceniza de los muertos
e
hice de ella un Dios de piedra,
alto
confín, con dos mundos a sus pies,
velando
en la cumbre de tu deber.
Encerré
nuestro dolor más sordo y más amargo
en
un solo violín,
y
al escucharle, el amo tuvo que bailar
como
un chivo degollado.
De
las pústulas, del moho y del fango,
hice
brotar hermosuras y nuevas virtudes.
El
restallar del látigo en la carne se convierte en palabras
que
saben vengar y castigar lentamente
el
brote latente del crimen de todos.
Es
la justicia del ramo oscuro
que
surge del bosque a la luz plena
y
lleva en su entraña, como un racimo,
el
fruto del dolor de todos los siglos.
Perezosamente
tendida en su canapé,
la
doncella sufre leyendo mi obra.
La
palabra de fuego y la por mí forjada
se
abrazan y se ayuntan en mi libro,
como
el hierro rojo entre las tenazas.
El
siervo la escribió; el señor la lee
sin
percibir que en su trasfondo
yace
el odio de todos mis antepasados.
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