lunes, 17 de enero de 2022

JULIO VICUÑA CIFUENTES

 

 

Noche de vigilia



Son las doce de la noche… ¿Quién me llama?
Todo calla, todo duerme… ¿Quién me llama?
¿Has sido tú, al pasar,
abejorro repugnante siempre en vela,
o esa araña, que los hilos de su tela
tal vez hizo vibrar?
No es el arpa de la araña,
ni el menguado cornetín
de ese estúpido abejorro que regala
con su música sin fin.
Es la voz casi muda
de alguien que aquí no está.
Es una voz crepuscular. ¡Sin duda,
es voz del Más allá!
Siento el plácido embeleso de los años juveniles,
oigo toques de campanas y rumor de tamboriles,
y parece que de nuevo soplan brisas de ilusión.
¡Oh Galiana! Desde el dia que tu vida rompió el broche,
no estuviste más cercana de mi lado que esta noche;
y aunque el ánimo se turba y palpita el corazón,
siento el plácido embeleso de los años juveniles,
oigo toques de campanas y rumor de tamboriles,
y parece que de nuevo soplan brisas de ilusión.
La luz astral se desvanece,
y mis la noche se obscurece
y más arrecia mi inquietud.
Tal vez el aire está dormido
desde que trajo aquel ruido,
voz de lejana juventud.
Quizá otra vez despierta ahora:
en el ambiente se evapora
blando perfume de azahar.
¿Qué novia pasa al lado mío?
¡Tal vez Ofelia! El desvarió
no la consiente sosegar.
Sutil fulgor que al pronto asombra,
un punto alumbra de la sombra
con blanca luz de amanecer,
y ya delinea sus contornos,
rígida, grave y sin adornos,
una figura de mujer.
Es niña aún. En su mirada
inmóvil y honda, reflejada
parece estar la eternidad.
Su rostro tiene algo de augusto;
nada hay de afable ni de adusto
en su precoz serenidad.
¡Oh Galiana! ¿Eres tú? Recuerdo amargo
tengo de aquella noche en que sumida
te vi, muy blanca, en el final letargo.
A darte la postrera despedida
horas más tarde fui, cuando afanosa
la multitud te abandonó sin vida.
Vi el ataúd que se tragó la fosa,
y vi cerrar por manos mercenarias
el hoyo sepulcral con una losa.
Repetí con los otros las plegarias
que dijeron por ti, y el dulce canto,
al esparcir las rosas funerarias.
Y vi, para rubor de mi quebranto,
aun no pasada la siguiente aurora,
secos los ojos que lloraron tanto.
¡Oh Galiana! Esto vi. Pues ¿cómo ahora
la carne finges que ocultó la tierra
y que el gusano devoró a deshora?
Treinta años hace que invisible yerra
tu espíritu gentil en el profundo
arcano de la sombra que lo encierra.
¿El tiempo no transcurre en ese mundo?
¿No se ve desde allí lo que padece
el que arrastra la vida vagabundo?
¿O con la propia dicha se amortece
la compasión? ¡Mira mi faz! ¿Qué queda
de aquella edad, que en ti rejuvenece?
Oculta desazón el gesto aceda;
cansancio de vivir no comprendido
de los demás, toda esperanza veda.
Eterna juventud el premio ha sido
de tu morir temprano; a mí, Galiana,
la vida terrenal me ha envejecido.
Y aunque abandone esta carroña humana,
siempre habrá entre los dos la lejanía
que media entre la tarde y la mañana.
Tú, la alondra triunfal que anuncia el dia;
yo, de la noche el pájaro agorero…
¡Sé que no hay esperanza, y todavía
oh dulce engaño de mi vida! ¡espero!
El gallo canta. Viene el alba.
Tenue fulgor los montes salva
teñido en suave rosicler.
Y ante la luz que reaparece,
leve y sutil se desvanece
aquella forma de mujer.
Tal vez del todo no se ha ido:
algo ha quedado difundido
de su precoz serenidad.
Hay en la tierra y en el cielo
una alegría y un consuelo
que me recuerdan otra edad.
Tal vez del todo no se ha ido:
¡un bienestar nunca sentido
me habla de eternidad!

 

 

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