La
lista
Y yo, poco a poco, me estoy quedando sin pueblo,
es decir,
sin mí mismo
Izet Sarajlić
Mientras
más pienso en dejarla
más
crece su venganza.
Mientras
más me alejo
Más aprieta
su grillete
mi
sueño.
En
este, soy un habitante,
a
quien un
turista
experto guía
y
explica.
Me
informa con naturalidad,
la
certeza despojada de escondrijos y adornos,
con
un rumor de humor:
“voy
a enseñarte la ciudad construida para dormir.”
Me
lleva a un túnel. Me muestra unos rieles de tren
que
algo divergen,
algo
convergen,
pero
siguen ahí,
esperando
a que pase una nave.
Le
digo: “no pudieron entender ni el paralelo.”
“Tenés
que verlo todo”, me dijo, y
desapareció.
Me
vi a la salida del túnel y era yo
quien
tenía que explicar. Ya era yo el guía,
inexplicable
cómo. Tampoco, por qué fuera
mi
misión.
Tendría
que hablar de la tierra esporádicamente poblada
de
maleza, y de la arena imperfecta, despojo de corriente,
arrancada
al pasado por algún río muerto. Y cómo explicar
su
antigua musculatura reducida a pequeños árboles dispersos.
Cómo
explicar un día de noche, una madrugada permanente,
un
fin que quiso detenerse y no termina de caer en la tiniebla.
Sentados
a una mesa de tablón,
me
ven unos muchachos,
dos
de ellos se acercan, tres no.
Empiezo
a decirles no sé qué
sobre
mis dudas.
Pienso:
“la duda, al menos,
incluye
la esperanza”.
Los
muchachos no hablan.
Aparece,
de súbito,
un
joven cura,
vestido
con un largo,
acampanado
hábito
negro.
Digo
“de súbito”, pero no
estoy
seguro.
Dice:
“he dedicado mi vida…” y abre sus brazos,
palmas
dirigidas al cielo,
pequeñas
en la llanura parda,
sombras
blandas de dos palomas
pesadas
que
nublan el sueño.
Completo
su frase: “una visión”.
“No”,
“Dios no es una visión; una visión es un escape,
y
Dios no es un escape”.
La
voz que estaba en mis labios escapa. Llora como
lloran
todas en la hora cero
de
un país donde muere la hora,
donde
escapan los relojes asustados
y
una muy triste campana
se
hace eco a sí misma
en
la más doliente tesitura.
Todas
las noches recuerdo
el
secreto que Ella
puso
en mi destino:
“Estás
en la lista.”
“¿En
la lista de qué?”
“En
la lista de los enemigos del nuevo gobierno.”
Ella
era una niña, una mujer
aguerrida
y leal:
“Estás
en la lista”.
Yo
tenía no sé cuántos,
pocos
años,
pocos,
de
haber brotado en mi pueblo,
como
cualquier maleza.
Entonces,
joven maleza.
Los
pasos de los viejos
soldados
no
pudieron
conmigo.
Pisaron
mi rastro y mi casa.
Dejaron
la huella de sus botas
grabadas
en mi puerta.
Querían
ver mi muerte.
No
pudieron conmigo hasta que abrió
sus
labios sensuales
la
libertad.
Antes
cantábamos.
Antes
cantaba.
Después
cantaban en un coro guerrero,
de
mano en mano circulaba el estribillo,
debajo
de las sombras de sus cuerpos en la plaza
caminaba
la palabra: “lista”.
En los
sillones de mimbre
de
las nuevas mansiones
de
la libertad
se
decían, unos a otros: “lista”.
La
escribían en papeles pequeños,
escondidos
en la escasa aspillera
por
donde podrían disparar a la paloma.
No
pudieron conmigo los de antes.
Ahora
todos son
de
antes.
Nunca
logré borrar
el
gorjeo
de
la palabra “lista”.
Traté
de morir,
y no
pude.
Traté
de dejar mi pueblo
y mi
pueblo me dio caza al vuelo
y su
arpón me atravesó de lado a lado,
y se
fue conmigo.
No
sé qué fue de él,
pues
desde entonces no sé
dónde
me encuentro.
Mi
mundo se deshizo
en
muchos mundos.
Hay
los mundos de antes,
y
los que son de hoy,
los
que vienen, los que van,
y
traen noticia: “hay una lista”.
Lo
dicen también los de antes,
cuando
ven sus nombres en la lista.
Y
vuelan también, pero no veo
arpones
en el aire, ni estelas.
Me
digo: “fuera un vuelo innecesario
el
de los viejos nombres, en las
nuevas
listas”. Creen
que
es más suyo que mío
lo
que han dejado atrás, pero
soy
de la maleza
y la
maleza me reclama,
y a
la maleza he de volver.
Han
escrito la lista, y tienen más que la lista,
o
menos, según
se
lleve la cuenta. Tienen fama y dinero
y un
techo de lujo y bienvenidas,
los
autores de listas
que
hoy denuncian la lista.
Pero
mi lista está en su silencio,
el
más abandonado calabozo
en
su conciencia.
Es
la lista de la maleza en
el
paraíso,
la
que apartaba del fruto,
la
que escondía
del
árbol la serpiente.
Arraigado
estoy en ella
al
suelo, mientras van,
por
el centro de la calle,
los
próceres bañados de sol
y de
guardianes.
Desde
aquí todavía los veo pasar.
Desde
aquí y en
la
lista
veo
a los autores
de
la lista
ser
celebrados
como
enemigos
de
la lista.
La
lista tiene tantos enemigos
como
autores.
La
lista es amarga, pero es amargura
que
sabe a dulzor
para
futuros autores de listas,
que
crecen como hongos en un estercolero,
un
vuelo oscuro de heces
sobre
el tiempo detenido de mi pueblo:
serán
graznidos,
será
granizo de mierda y lloverá desgracia,
en
una más estación
de
la hora cero,
que
habría de quedar olvidada
por
los siglos,
por
los siglos de los siglos,
y
los siglos que faltasen,
hasta
consumar
la
tiniebla.
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