Aire
Algunas
noches olvido lavarme los dientes
antes de irme a dormir
y después tengo extrañas pesadillas.
Sueño que estoy en la calle,
en un parque.
Estoy con mi hija
y ella me llama,
pero no dice mi nombre.
Grita Jeremías,
o Facundo o Felisberto.
Un nombre extraño que no me pertenece,
pero que, al ser pronunciado por ella,
se vuelve mío.
Y camino hacia mi hija,
corro, realmente.
Y la agarro en brazos,
colocando mis manos bajo sus axilas,
y la levanto,
intentando acercarla a mí,
intentando estrecharla contra mi pecho,
pero no lo consigo.
Algo tira de ella con fuerza hacia el cielo.
Es como si fuera un globo que deseara ascender.
Y ella me mira asustada,
y yo la miro asustado,
y luego me despierto.
Aprendí
a sonreír en las fotografías
una semana antes de perder una muela.
No la perdí, me la arrancaron.
El trabajo de dentista no ha evolucionado
demasiado en los últimos dos o tres siglos.
Solo hay que pararse a pensar en un teléfono móvil,
o en una licuadora
o en los limpiaparabrisas automáticos
o en los molinillos eléctricos de café
o en los dispensadores de agua.
La mujer que me arrancó la muela
tuvo que apoyar una de sus rodillas
en la silla reclinable en la que yo me encontraba
para extraerla. Aun así, no lo logró a la primera.
«Es por la raíz», me aseguró.
Y después siguió tirando con fuerza
hasta que lo consiguió.
Me dijo que le había costado sacarla por la raíz
y también me aseguró
que lo mejor de su trabajo
era poder hablar sabiendo que su interlocutor
no podría contestarla.
Le costó tanto trabajo arrancarme la muela
que, con el movimiento, se le salió
una cadena dorada del interior de la blusa.
Era una cruz,
sin un Cristo atornillado a ella.
Se
quedó colgando por fuera,
rebotando contra su pecho una y otra vez.
Siempre que veo una cruz
recuerdo eso que dijo Ray Loriga
en uno de sus primeros libros:
«Si Jesús hubiera nacido en Texas
en el siglo XX, ahora todo el mundo
llevaría una silla eléctrica colgando del cuello».
Cuando por fin consiguió arrancarme la muela
me fijé en su frente: estaba perlada de sudor.
No sé si decir que tenía la frente perlada de sudor
es algo pasado de moda,
como el cóctel de langostinos,
o el Opel Calibra,
o las canciones de Tom Jones,
o Punky Brewster.
Conduje
todo el camino de vuelta
introduciendo la lengua en el hueco
que la muela había dejado en mi encía.
Al llegar a casa, mi hija
me preguntó si me había dolido,
y yo le respondí que solo un poco.
«¿Me has traído un globo?»,
preguntó de pronto.
Lo hizo porque, cuando era ella
la que tenía que ir al dentista,
siempre le regalaban uno al terminar.
No era más que una pregunta inocente.
Pero ya la miré y no pude responder.
No dije nada.
Solo guardé silencio.
Un silencio como el vacío que se siente
De: “¿Qué harías si yo muriera?”
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