miércoles, 24 de junio de 2015

ELENA MEDEL


 

Tara


I

La noche de tu muerte
Dios acribillaba a gargajos el cristal de mi ventana. La lluvia
     dolía igual que duele el frío en un cuento navideño
     con barrios de cartón. El viento
golpeaba las paredes, se colaba por las rendijas de la casa,
     helaba los armarios, componía con sus silbidos una
     nana que velase
por todas nosotras.
Escondida bajo la cama, me tapaba los oídos, negando la
     presencia del viento ante la puerta de mi cuarto.
Deberás superar doce pruebas para invadir mis dominios.
     No lo pondré tan fácil.
Me creía etimóloga de las condiciones atmosféricas, experta
     en acepciones.
Al lado de los miedos de mis quince años, cantaban las
     pelusas en un sueño de Sófocles:
     abre y verás cómo el frío te espera con su rostro de miedo, para
     decirte todo lo que no quieres saber. Abre y verás; porque
     el frío aguarda con su rostro de miedo para leer la biografía
     de tus manos.
Diluviaba más allá de la puerta cerrada de mi cuarto. El
     agua invadía las sábanas, traspasaba el somier, las pelusas
     desfilaban -pobres, densísimas- hacia la puerta.

Me tumbé, empapada, sobre el colchón.

(Fundido en negro)

Tumbada, temblorosa, sobre el colchón, colgué el teléfono.
     Las pelusas -colmadas, orgullosas- reconquistaron
     cuanto les robé.
La luz empujaba sus partículas contra mis ojos: punzantes
como el granizo, imitando en su choque a los aplausos.
La lámpara aprendía el gesto de las nubes, descargaba contra
     mí toda su rabia. No lo impediré: basta con resistir para
     apagarme.
Las pelusas ascendieron trepando por la mesilla de noche,
     hasta invadir mi cama, y se colaron acampando en la
     garganta.
Mi boca gris, el oráculo con toda la razón, negando unos y
     otros lo que vendría después. Respiraba con dificultad.
     No podía pensar en otra cosa.
Sucia, desde luego, por meterme donde no me llaman.
     Escucho cómo, en la habitación contigua, Caravaggio
     acapara todo el protagonismo.
Apenas media hora. La llamada, la marcha de mis padres,
     tu muerte.
Mi pecho topaba con la tela; en mi frente y mi nuca, el
     sudor se confundía con el agua.


II

(Soy Salomón. Pienso construir un altar secreto para los
     domingos. No busco de vosotros una mano en la
     espalda, sino que la tendáis para ayudarme a escapar
     de la marea.
El río al que caí multiplica su caudal conforme los otros
     lloran. Mi corazón es una esponja, una caja negra que
     recoge
     todo cuanto sucede.
El tanatorio, mientras, ejerce su función. Alquiler igual a
     frío.
Una mujer rubia, pálida, me da la bienvenida. Soy Salomón.
     Te mostraré mi altar secreto
la si me guías hasta donde descansa)

Ofelia al otro lado del cristal, Angélica después de cuatro
     años, respetada por las aguas,
mientras yo pataleo para no ahogarme. Pronuncio agua y
     lloro por aquello de lo que carezco. Como pulsar un
     botón en lo profundo de mi espalda. Lo conocido me
     zarandea.
Dijiste dos días antes: cuando mejore, iré a la peluquería a
     arreglar este desastre.
El cristal mostraba lo contrario: en tu pelo antes gris,
     revuelto, brillarán los bucles durante cuarenta días y
     cuarenta noches.
Nunca vulnerable, nunca muerta: tan hermosa como la
     última vez en que nos vimos.

(Dios, entonces, posó sus manos sobre mis hombros
y me sentí sola.


III

La franela protege mi vida subterránea. El mundo, bajo las
     sábanas, se percibe diferente:
su grosor iba a alejarme de colmillos y radiactividad, iba a
     librarme del ataque de los monstruos.
Tulipanes amarillos sobre fondo azul. Prozac para las horas
     oscuras. Costaba respirar bajo las sábanas. Las pesadillas
     formaban parte
de un estrato ajeno a mi dormitorio, por encima de las
     nubes, allá donde la asfixia ocurre con la misma frecuencia
que debajo de la manta. Justo cuando no podía respirar me
     rescatabas, y yo dormía abrazada a ti, mis cuatro, cinco
     años, y las pesadillas se digerían con el desayuno.
Todo cuanto tengo
te lo debo. Aprendiste a leer con cinco años. Con ochenta
     escribiste, en un cuaderno de hojas cuadriculadas, tu
     vida. Felicidad fue tu última palabra-

Ahora que has muerto, más allá de la puerta cerrada de
     mi cuarto, mientras las hermanas viejas corren a
     refugiarse bajo los soportales,
alguien que no soy yo, pero se me parece, escribe en una
     cabina telefónica con rotulador negro permanente:
Dios, ven aquí,
atrévete a volver a hacerlo,
ahora
soy más grande que tú.

IV

La lluvia forma en su caída toboganes de barro, alumbra
          arcenes y calzadas para el tránsito nocturno,
expulsa de su reino a los habitantes más hermosos, provoca
          envidias, desmanes, firmas de tratados.
Transforma, también, sus caprichos en notas dispuestas
sobre un tablón de corcho: debo recoger la terraza, ordenar
          mis papeles, resguardarme para cuando llegue la tormenta.
La lluvia consigue todo esto
Igual
que el viento decreta qué árboles no sirven, qué hogares
          deberán pasar la noche en vela, y deshoja tendederos
          y periódicos,
e interrumpe el sueño de quienes se piensan a salvo,
          golpeando contra los cristales de nuestras ventanas.
Y la muerte
no respeta tu puerta cerrada, derritiéndose aprovecha los
          resquicios translúcidos, y se arrastra y se cuela estancada
          en el lugar en el que duermes,
ensuciándote los pies al despertarte, impregnándote los
          huesos y la carne con su olor,
hasta que respiras muy hondo
y decides gritarle sin sábanas, incorporada en el centro de
           tu dormitorio, acabando con todo,
aquello que en el fondo busca con su presencia:
ya no temo a la muerte, porque me reunirá con Ella.
 

De "Tara"

 
 

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