Ayer
vino la muerte
A las muertas de Juárez,
con su voz silenciosa que crece
en el huerto de la angustia
Ayer
vino la muerte,
se llevó mis ojos
y desprendió mis carnes
como anguila quemado respiros;
la hierba prendió su verdor,
y fui clarividente de mi fin,
grito, mi lengua se pudre en silencio.
Nadie quiere escuchar.
Camino boca abajo,
mi piel morena
es un camaleón ciego;
mis manos
buscan respuestas en el fango
que llega a mi barbilla;
mi boca grita mi nombre
dócil, ciega
como murciélago condenado a luz.
II
Mis
párpados apagados;
no más besos;
soy cuerpo resintiendo la podredumbre,
mi entierro visto detrás
de la ventana entreabierta;
destierro arañando mi puerta;
golpes de mar tumbando
una verdad que no se distingue.
Un pelícano merodea mi cuello
mientras estrecho la mano de una sombra
que me parte
y confunde mi último día;
con plañideras que desafinan;
monaguillos que aprietan mis manos,
para dejar pizcas de fe.
Es la dolencia de la predicción,
indiferencia del mundo
ante mi partida,
que me hace esperar entre árboles que hablan
una lengua inexistente.
III
Mi
corazón transparente
respira vientos de tormenta,
son los dioses del olimpo
que desvelan su furia
de olvido en el aire;
lluvia homicida
que lleva mis brazos remo
en un río que ríe de inmenso.
Y mis ojos prendidos desprenden flechas,
de una figura apocalíptica
que duerme a mi lado
me hace el amor en pesadillas
dejando mi cama húmeda de resentimiento.
Mi cuerpo gárgola,
mira sin ojos el tiempo,
come con recuerdos
y deja marcas.
Soy noticia que se convierte
en arena, grito imaginario,
apéndice que señala dolor
soy pendiente, deuda por pagar,
pena desbalagada en ruinas:
yo, incompleta caminando en un campo
que asusta de real.
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