Bahía Magdalena
Volvemos
al barco por la tarde. Nos bañamos, sabiendo que el agua no puede borrar los
crepúsculos vividos por el día; leemos libros donde se detallan los pasos de la
ballena gris, la Eschrichtius robustus,
al sumergirse, y en silencio reímos por la distancia que existe entre páginas
muertas y la sabiduría de Laco, por quien vimos el abanico enorme —la cola de
la ballena— hendir el aire. En la pantalla vemos imágenes de pájaros, dunas y
ballenas, como si nuestra tecnología fuera capaz de aprisionar el vuelo, el
salto, la lucha contra la muerte y contra el hambre. Después de la cena, los
cigarros, los besos a la luz de la luna. En la serenidad de la noche, cuando en
apariencia la lucha ha terminado, casi junto a nuestro lecho, como la arteria
principal de nuestra galaxia, el resoplido. Arriba, parece que las estrellas
temblaran y fueran a derrumbarse en la laguna.
*
Revive
una forma en mi memoria: la ballena que emerge, respira, se arquea. A punto de
mirarla por entero, la imagen se desvanece. Estamos en La Paz, en un hotel por
cuyas ventanas entra un jardín salvaje. Entre la frescura de las sábanas,
regresa a mis pies el calor de las dunas, los muros esculpidos por el viento,
el brillo intolerable de la espuma al fondo de montañas de un oro fino y
silencioso. Por la ventana, la última línea del crepúsculo a flor de tu piel
pulida y tersa donde también parecen desvelarse todos los vientos y las aguas.
Miraré a través de otras ventanas la forma de los cerros y estarás dormida,
como ahora, entre mis brazos. En ese vaivén entre el sueño y la vigilia,
volverá la línea que se ondula, se quiebra, estalla en un resoplido caliente,
salvaje y espumoso. Como a veces la vida.
De: “María Magdalena”
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