El halcón maltés
A Carlos Monsiváis
Ahora,
cuando tus sistemas de flotación se han reducido a
tus retratos,
a las vías por donde vas desapareciendo de ti mismo,
borrándote de aquello que querías;
a tu resurrección le crece el mismo musgo que a tu cuerpo
invisible atrapado por la visibilidad de tu retrato,
y todo aquello
que pensaste que amabas o simplemente odiaste de paso,
resplandece de nuevo fuera de ti en la piedra angular de
otro escalofrío,
mientras alguien que cruza la puerta de salida de tus
retratos, siente cómo la noche rebosa tu muerte en uno
de esos bares situados
en el subsuelo de cualquier viejo edificio de la Tercera
Avenida
al mismo tiempo que en otro lugar vuelven a encenderse
los reflectores que te iluminaban
o acoplaban la sombra de alguno de tus gestos, de tus
meditados descensos al infierno,
donde el olor de la pólvora recubría a la figura que emerge
del espejo
frente al cual disparabas tu pistola.
Reconstruyendo, pues, lo que te iba rodeando,
lo que ibas rodeando con la misma sobriedad de que se vale
un alcohólico
para rastrear la soga de su miedo,
valiéndote del polvo que en tu mirada iban depositando los
puñetazos
y la confusa humedad del amor;
el vaso de whisky en el centro de lo que callabas,
el viaje de la noche que alguno de aquellos reflectores
reproducía en tu rostro,
el frío cañón de una 38 automática apoyado en la boca del
estómago mientras la boca de la nada parecía
mordisquear el cañón,
y esa mujer de larguísimas piernas y rostro anguloso y voz
recién salida del amor o simplemente del humo de un
cigarro,
contemplándote desde la penumbra del bar,
mientras era en su cuerpo donde el infinito desmadejaba el
laberinto
que sustituye a veces al disparo de una pistola.
Ah sí, lo que tú codiciaste;
aquello que dejabas que tu rostro inventara,
aquello que no pasaron por alto tus puños y tu pistola, tu
mueca y tu sonrisa interminablemente mezcladas,
obsesionadas la una de la otra como dos locos puestos a tu
servicio.
Sí, nada quedó de aquello
y tampoco de aquel despacho desde cuya ventana
podían mirarse, entre los rascacielos, los muelles de San
Francisco.
Eran tus caprichos de luchador derrotado, era tu burlona
mirada,
eran los espacios ocultos donde no cesabas de cicatrizar,
en cualquiera de aquellas escenas donde estabas a punto
de cerrar la puerta a tus espaldas anulándolo todo;
con el rostro magullado por los golpes y por las patadas,
buscando tú también aquel Halcón Maltés en el que nunca
creíste,
porque tal vez era de mala suerte para encontrarlo creer
en él,
o porque quizás la esperanza te hubiera conducido más
rápidamente a esa derrota
que, pese a todo, nunca esperaste.
Sí, todas aquellas,
enfundadas en sus medias de seda,
enfundadas en su ronda de carne cuya espuma es necesario
detener,
en sus vacíos de botella encontrada en el mar sin el
imaginado mensaje,
todas aquellas se perdieron en otras que ya no te
contemplan ni te esperan,
imágenes donde la penumbra de la sala de cine construye
su nublada y salitrosa reunión,
allí donde el dolor corrompe al asombro.
Ah, qué viejo, pero qué viejo se ha vuelto ese ring
donde tanto luchaste,
qué cansado se ha vuelto aquel heroísmo,
cuántos pasteles se elaboran con ello, y ya nadie
se los estrella a nadie en la cara como tú sabías
sutilmente hacerlo.
Pero observemos con atención ese ring vacío,
evitando la luz universal de los reflectores, observemos
esa blanca superficie vacía. Observemos,
simplemente los dados echados sobre esa superficie o mesa
de juego,
simplemente los dados echados,
y los jugadores que acaso queden, ocultos
en la sombra, mirando los dados.
Y en esa inmovilidad, que es además la única explicación
del movimiento, el único molde del movimiento;
podremos sentirte a ti desapareciendo,
abandonado por tus sistemas de flotación y transcurso;
desapareciendo sin cesar por todos los límites y las
colocaciones de esa mesa o superficie que va a
iluminarse,
a una distancia infinita de esa mesa
donde el movimiento vuelve a comenzar sin que el molde
desaparezca por ello.
A una distancia infinita del ruido donde esos dados repiten
la jugada,
asociando otra vez los hundimientos del sueño
con la suma donde los dados crían
ese vacío adherido a lo que va apareciendo.
Atrapado por el agujero en que te has convertido,
sin poderte salir vas pasando a través del ruido de esos
dados que siguen rodando por la mesa cuando tú ya te
has levantado,
cuando sólo derivas hacia el lugar donde el vacío se hace
visible;
a una distancia infinita de esa mujer que canta un viejo fox,
Night and day, por ejemplo,
junto al piano de un bar
—si es que dicha escena puede repetirse—
a una distancia infinita de esa canción y de esa voz
elaborada "con lo mismo que se fabrican
los castillos en el aire…"
tus retratos,
a las vías por donde vas desapareciendo de ti mismo,
borrándote de aquello que querías;
a tu resurrección le crece el mismo musgo que a tu cuerpo
invisible atrapado por la visibilidad de tu retrato,
y todo aquello
que pensaste que amabas o simplemente odiaste de paso,
resplandece de nuevo fuera de ti en la piedra angular de
otro escalofrío,
mientras alguien que cruza la puerta de salida de tus
retratos, siente cómo la noche rebosa tu muerte en uno
de esos bares situados
en el subsuelo de cualquier viejo edificio de la Tercera
Avenida
al mismo tiempo que en otro lugar vuelven a encenderse
los reflectores que te iluminaban
o acoplaban la sombra de alguno de tus gestos, de tus
meditados descensos al infierno,
donde el olor de la pólvora recubría a la figura que emerge
del espejo
frente al cual disparabas tu pistola.
Reconstruyendo, pues, lo que te iba rodeando,
lo que ibas rodeando con la misma sobriedad de que se vale
un alcohólico
para rastrear la soga de su miedo,
valiéndote del polvo que en tu mirada iban depositando los
puñetazos
y la confusa humedad del amor;
el vaso de whisky en el centro de lo que callabas,
el viaje de la noche que alguno de aquellos reflectores
reproducía en tu rostro,
el frío cañón de una 38 automática apoyado en la boca del
estómago mientras la boca de la nada parecía
mordisquear el cañón,
y esa mujer de larguísimas piernas y rostro anguloso y voz
recién salida del amor o simplemente del humo de un
cigarro,
contemplándote desde la penumbra del bar,
mientras era en su cuerpo donde el infinito desmadejaba el
laberinto
que sustituye a veces al disparo de una pistola.
Ah sí, lo que tú codiciaste;
aquello que dejabas que tu rostro inventara,
aquello que no pasaron por alto tus puños y tu pistola, tu
mueca y tu sonrisa interminablemente mezcladas,
obsesionadas la una de la otra como dos locos puestos a tu
servicio.
Sí, nada quedó de aquello
y tampoco de aquel despacho desde cuya ventana
podían mirarse, entre los rascacielos, los muelles de San
Francisco.
Eran tus caprichos de luchador derrotado, era tu burlona
mirada,
eran los espacios ocultos donde no cesabas de cicatrizar,
en cualquiera de aquellas escenas donde estabas a punto
de cerrar la puerta a tus espaldas anulándolo todo;
con el rostro magullado por los golpes y por las patadas,
buscando tú también aquel Halcón Maltés en el que nunca
creíste,
porque tal vez era de mala suerte para encontrarlo creer
en él,
o porque quizás la esperanza te hubiera conducido más
rápidamente a esa derrota
que, pese a todo, nunca esperaste.
Sí, todas aquellas,
enfundadas en sus medias de seda,
enfundadas en su ronda de carne cuya espuma es necesario
detener,
en sus vacíos de botella encontrada en el mar sin el
imaginado mensaje,
todas aquellas se perdieron en otras que ya no te
contemplan ni te esperan,
imágenes donde la penumbra de la sala de cine construye
su nublada y salitrosa reunión,
allí donde el dolor corrompe al asombro.
Ah, qué viejo, pero qué viejo se ha vuelto ese ring
donde tanto luchaste,
qué cansado se ha vuelto aquel heroísmo,
cuántos pasteles se elaboran con ello, y ya nadie
se los estrella a nadie en la cara como tú sabías
sutilmente hacerlo.
Pero observemos con atención ese ring vacío,
evitando la luz universal de los reflectores, observemos
esa blanca superficie vacía. Observemos,
simplemente los dados echados sobre esa superficie o mesa
de juego,
simplemente los dados echados,
y los jugadores que acaso queden, ocultos
en la sombra, mirando los dados.
Y en esa inmovilidad, que es además la única explicación
del movimiento, el único molde del movimiento;
podremos sentirte a ti desapareciendo,
abandonado por tus sistemas de flotación y transcurso;
desapareciendo sin cesar por todos los límites y las
colocaciones de esa mesa o superficie que va a
iluminarse,
a una distancia infinita de esa mesa
donde el movimiento vuelve a comenzar sin que el molde
desaparezca por ello.
A una distancia infinita del ruido donde esos dados repiten
la jugada,
asociando otra vez los hundimientos del sueño
con la suma donde los dados crían
ese vacío adherido a lo que va apareciendo.
Atrapado por el agujero en que te has convertido,
sin poderte salir vas pasando a través del ruido de esos
dados que siguen rodando por la mesa cuando tú ya te
has levantado,
cuando sólo derivas hacia el lugar donde el vacío se hace
visible;
a una distancia infinita de esa mujer que canta un viejo fox,
Night and day, por ejemplo,
junto al piano de un bar
—si es que dicha escena puede repetirse—
a una distancia infinita de esa canción y de esa voz
elaborada "con lo mismo que se fabrican
los castillos en el aire…"
De: “La venta”
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