Bajo
el ala del viento el alma
Bajo
el ala del viento el alma
florece y se recrea
como el mar milenario
madura de presagios
se entrega donde el ser es de noche
morada oculta para tanto incendio.
Mientras
sube el incienso
los pilares esperan
que Tú les des vida .
Entre densas volutas
he visto manos
de vigorosos ángeles .
Y también he visto
que tu rostro es de fuego.
Con
la liturgia tu silencio
florece y se proyecta
en simples líneas
y volutas de incienso.
Los cirios lo guarecen
y su frágil certeza
hace vibrar el cáliz.
Pero al salir del templo,
lo siento más distante
respirando la noche.
Y a esa hora,
entrar en él es ser ya todo.
Te
escucho cuando rezo.
En ti crezco y avanzo.
Pero no sé si es el umbral
o el fondo de tu noche.
Estoy en ti
como un río bajo el viento
y mis ojos conocen
el fuego de tu abismo.
Lo
que veo es muy sencillo.
Pero lo que no veo
es aún más sencillo.
Desde tu hondura veo
contra la noche
un ciprés y una rosa.
Y lo que no veo
solamente es tu hondura.
Me hiciste monje
para cerrar los ojos.
Cuando
el día se apaga
tu soledad es como un árbol
suave y sonoro entre los ángeles.
Entraré en tu silencio
y te adornaré
en diferentes lugares
de la noche.
¿Ni
qué fulgar, hacia qué morada
llena de verde tiempo avanza,
socava en soledad el ojo, el río, el viento?
Cada dios surge como largo recuerdo
de lo que nunca ha sido,
aviva el ser hacia el abismo,
desgarra la mirada bajo la luz del siglo.
¿Quién, qué cuerpo trashumante,
qué nave de exilio te busca, te redime?
Solo contra la noche el ungido se yergue
como un árbol de fuego
y lo que aún perdura atestigua y me salva
en su alto silencio.
Desde
el silencio hasta la luz
la roca nos vigila.
A plomo cae el día sobre la frente:
una onda solar vibra en el cuerpo.
Sobre el tiempo, los signos, los vocablos.
Ser simplemente
el salmo primordial que el sol anuncia,
la estación plena que en las playas canta,
alto fulgor que hiere la mirada,
ángel tenso de piedra contra el cielo,
ángel que enciende, que redime el alma.
Estoy entre las rocas,
estoy ciego de hondura, huido el tacto
tras las espadas de su fuego,
ya el tiempo es mar, y toda lejanía
entre las manos se consume.
Pasa la brisa bajo un ala inerte,
humilde rezo de las horas,
santidad blanca para el viaje:
quieto el día en el claustro
y la mirada inútil,
todo el viento es santuario de un instante.
Y luego perdurar. Lejos la piel,
los ecos, los péndulos del tiempo.
Desciende
hasta la carne el peso de las nubes,
humo de sol de par en par mordido.
La simiente madura su silencio,
socavada la noche en su raíces,
y gira su oración en torno a la espiga.
Tiempo de metal grave, cuerpo hendido.
El medio día aviva un hambre eterna
y el ojo padece un fuego ausente
como insecto lunar que vive en tierra.
Muros de cal ahogan el sonido,
crecen la sombras y las voces duermen.
El tacto se calcina abierto hacia las piedras
y hondamente gravitan las horas bajo el polvo.
La piel conoce el tiempo, el pulso de la tierra.
Un gusto de desierto surge entre los labios.
Por la isla quemada caminan los caballos,
cascos duros de anhelo bruñidos por los años.
Día vertical, nulo de esperanza
como aljibe sin agua. Está a fondo la carne.
dan vueltas lentamente las aspas del molino
y el viento muele el trigo con fervor milenario.
Los párpados esperan que las horas los venzan
con su fardo profundo, que la noche borre
las huellas de los pasos. Ningún ayer del mar
queda en las riberas, tan solo restos
roídos por las olas.
barrida
por el viento, desierta, castigada.
El faro de la Mola en vano cava el aire
en busca de la noche. El mar solo es presente
renovado en los ojos, eco eterno y sin fondo.
Soledad en la luz. Gira el tiempo en las aspas.
Se espera, se trascurre. El tiempo está en la carne.
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