Biografía para uso de los pájaros
Nací
en el siglo de la defunción de la rosa
cuando
el motor ya había ahuyentado a los ángeles.
Quito
veía andar la última diligencia
y
a su paso corrían en buen orden los árboles,
las
cercas y las casas de las nuevas parroquias,
en
el umbral del campo
donde
las lentas vacas rumiaban el silencio
y
el viento espoleaba sus ligeros caballos.
Mi
madre, revestida de poniente,
guardó
su juventud en una honda guitarra
y
sólo algunas tardes la mostraba a sus hijos
envuelta
entre la música, la luz y las palabras.
Yo
amaba la hidrografía de la lluvia,
las
amarillas pulgas del manzano
y
los sapos que hacían sonar dos o tres veces
su
gordo cascabel de palo.
Sin
cesar maniobraba la gran vela del aire.
Era
la cordillera un litoral del cielo.
La
tempestad venía, y al batir del tambor
cargaban
sus mojados regimientos;
mas,
luego el sol con sus patrullas de oro
restauraba
la paz agraria y transparente.
Yo
veía a los hombres abrazar la cebada,
sumergirse
en el cielo unos jinetes
y
bajar a la costa olorosa de mangos
los
vagones cargados de mugidores bueyes.
El
valle estaba allá con sus haciendas
donde
prendía el alba su reguero de gallos
y
al oeste la tierra donde ondeaba la caña
de
azúcar su pacífico banderín, y el cacao
guardaba
en un estuche su fortuna secreta,
y
ceñían, la piña su coraza de olor,
la
banana desnuda su túnica de seda.
Todo
ha pasado ya, en sucesivo oleaje,
como
las vanas cifras de la espuma.
Los
años van sin prisa enredando sus líquenes
y
el recuerdo es apenas un nenúfar
que
asoma entre dos aguas
su
rostro de ahogado.
La
guitarra es tan sólo ataúd de canciones
y
se lamenta herid en la cabeza el gallo.
Han
emigrado todos los ángeles terrestres,
hasta
el ángel moreno del cacao.
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