La
flor del seíbo
Tu
“Flor de la caña”,
¡Oh
Plácido amigo!
No
tuvo unos ojos
Más
negros y lindos,
Que
cierta morocha
Del
suelo argentino
Llamada...
Su nombre,
Jamás
lo he sabido;
Mas
tiene unos labios
De
un rojo tan vivo,
Difúndese
de ella
Tal
fuego escondido,
Que
aquí en la comarca,
La
dan los vecinos
Por
único nombre,
“La
Flor de Seíbo.”
Un
día– una tarde
Serena
de estío—
Pasó
por la puerta
Del
rancho que habito.
Vestía
una falda
Ligera
de lino;
Cubríala
el seno,
Velando
el corpiño,
Un
chal tucumano
De
mallas tejido;
Y el
negro cabello,
Sin
moños ni rizos,
Cayendo
abundoso,
Brillaba
ceñido
Con
una guirnalda
De
flor de seíbo.
Miréla,
y sus ojos
Buscaron
los míos...
Tal
vez un secreto
Los
dos nos dijimos.
Porque
ella, turbada,
Quizá
por descuido,
Su
blanco pañuelo
Perdió
en el camino.
Corrí
a levantarlo,
Y al
tiempo de asirlo,
El
alma inundóme
Su
olor a tomillo.
Al
dárselo, “Gracias,
Mil
gracias!” —me dijo,
Poniéndose
roja
Cual
flor de seíbo.
Ignoro
si entonces
Pequé
de atrevido,
Pero
ello es lo cierto
Que
juntos seguimos
La
senda, cubierta
De
sauces dormidos;
Y
mientras sus ojos,
Modestos
y esquivos,
Fijaba
en sus breves
Zapatos
pulidos,
Con
moños de raso
Color
de jacinto,
Mi
amor de poeta
La
dije al oído:
¡Mi
amor, más hermoso
Que
flor de seíbo!
La
frente inclinada
Y el
paso furtivo,
Guardó
aquel silencio
Que
vale un suspiro.
Mas,
viendo en la arena
La
sombra de un nido
Que
al soplo temblaba
Del
aire tranquilo,
—“Allí
se columpian
Dos
aves”, me dijo:
“Dos
aves que se aman
Y
juntas he visto
Bebiendo
las gotas
De
fresco rocío
Que
absorbe en la noche
La
flor del seíbo”.
Oyendo
embriagado
Su
acento divino,
También,
como ella,
Quedé
pensativo.
Mas,
como en un claro
Del
bosque sombrío
Se
alzara, ya cerca,
Su
hogar campesino,
Detuvo
sus pasos,
Y
llena de hechizos,
En
pago y en prenda
De
nuestro cariño,
Hurtando
a las sienes
Su
adorno sencillo,
Me
dio, sonrojada,
La
flor del seíbo.
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