viernes, 21 de octubre de 2022

CARLOS OBREGÓN BORRERO

 

  

III

 

 

Acaso el tiempo no es un fluir invencible,
sino una realidad de dimensión interna.
El tiempo puede ser la hechura de la angustia
o el antojo soberbio de algún dios solitario
o las horas eternas en que un yo de violencia
proyecta sus canciones en un rumor de siempre.
Puede ser un sondear, un mirar hacia adentro
cada instante en sí mismo, cada vez con más noche.
Cuando entonces llegamos a algún fondo sin cifra
sabemos que las torres que vigilan las horas,
son torres inconclusas y que un mar de silencio
penetra sus criaturas en extenso misterios
y bosques sin sonido. Toda plenitud mía
es plenitud antigua: algo que estuvo en mí,
densamente remoto, antes de que mi voz libre,
antes que mi existencia, siempre tallando instantes,
para erigir días o noches en la noche
donde mi ser comienza. Hay algo primordial
que nos hunde en el mundo, que nos dice que el sol
puede ser nuestro fuego o algún fervor intenso
trabajando lo eterno, la eternidad presente
que es memoria olvidada de otro lugar del tiempo,
gestación silenciosa de momentos distantes
sin embargo inmediatos en el sueño y el día:
ese camino adusto, ese vivir en sí
antes que nuestra sombra o que el gesto que inicia
aquel objeto muerto, externo y abolido
sin discernir su sitio, caído con inercia
sin conocer su origen. El aspecto de ausencia
que hoy existe en la tarde es algo desvaído
que tu presencia anula al romper con sus alas
el éter de la nada. Este cuarto no existe
cuando yo en mí me habito, ni existen las murallas
que limitan el tiempo: yo me existo hacia adentro
y en mi existir arrastro los árboles y cerros
que conoce mi tacto. Sus raíces son siempre
raíces en la tierra, garras, voces esbeltas
de un proceso oscuro que azotan mis viajes
para extender los días ─verticales, distantes─
integrando en su golpe la voluntad del mundo.

 

De: “Distancia destruida”

 

 

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